Derecho
Político

Republicanismo
y Nueva Ordenación Jurídica

Autor: Pablo Rossi*

Republicanismo popular. La
tarea monumental de las fuerzas políticas que se dicen republicanas, no muchas
veces comprendida en toda su dimensión cuando llega el turno de una contienda
electoral, es la de desmantelar el populismo subyacente en todos los planos de
la sociedad ?no solo el económico- incrustado como una tara cultural, como un
virus siempre latente para activarse y socavar las instituciones de una
democracia representativa.

Si se entiende esto, el
primer paso inteligente es no dar por superado ningún ciclo populista aun
cuando su manifestación partidaria coyuntural haya sido derrotada
contundentemente en las urnas. Porque lo
primero que hay que preguntarse, después de un extenso período de populismo
explícito en el poder, es cuán contaminada queda la sociedad y sus actores
públicos y privados. Cuánto de su núcleo conceptual sobrevive en distintas
dosis inadvertidas o subestimadas en el nuevo gobierno, en las nuevas
postulaciones y las alianzas de poder que se alzan con la victoria y hasta en
cada uno de sus nuevos seguidores.

Aunque el vencedor y sus
aliados hayan sido los más feroces adversarios discursivos, los más anti
populistas en la vidriera de ofertas electorales. ¿Por qué? Porque esa
desconfianza racional permitirá el primer paso de un republicanismo serio, no
impostado: la vigilancia activa y la participación ciudadana para el control
del poder y el autogobierno. Elemental acto para no regalar cheques en blanco a
ningún salvador de la Patria camuflado.

El segundo paso debe ser
rastrear el eslabón perdido de una cadena que nos devuelva tracción hacia un
?desarrollo sostenido?, palabras bonitas, harto manoseadas para describir
recetas estériles, siempre parciales, porfiadamente economicistas y finalmente
vaciadas de sentido. ¿Por qué? Porque no hay ni habrá sostén, estructura,
solidez que permita continuidad y mínima previsibilidad sin un profundo acuerdo
social básico que lo avale.

La construcción y formulación
de un nuevo Nunca Más, pero al populismo como fenómenos cultural corrosivo y
condenatorio de nuestras chances de progreso social y económico se torna
imprescindible.

Hablo del populismo como un
agente patológico, convertido en pandemia colectiva de portadores
heterogéneos y no solo un sinónimo
peyorativo aplicable como un chivo
expiatorio a un líder, a un partido político en especial o a una determinada
ideología.

El populismo, encarnado
potencialmente en cualquiera de nosotros, en una formulación retórica tramposa
que vuelve vicioso al pueblo que dice comprender y representar. Lo abarca, lo
asiste, lo llena de indulgencias y de dádivas, le propone recetas ideológicas a
la izquierda o a la derecha, lo convence sobre un destino preconcebido, le arma
un dios pagano para adorar y le construye un enemigo rotativo para odiar, le
vende una visa simplificada como remedio de sus males que culmina siempre
envenenada por sus propios inviables ingredientes. Porque mientras el populismo
convoca al pueblo amontonando como fuerza, a la vez lo inmoviliza quitándole el
incomparable desafío de la libertad, el derecho humano innegociable de la
individualidad creativa, la sal de la vida aplicada al riesgo persona, a la
dignidad del trabajo productivo real y a la elección de su destino sin tutores
ni patrones que hagan caridad. Lo convierte en un zombi rencoroso que siempre
busca una razón ajena para su fracaso propio, lo transforma en un odiador
serial que vive dando batallas estériles en una guerra permanente que lo empobrece
como ser humano, mientras llena de riqueza a sus generales.

ENTIERRO
DEL POPULISMO

Porque el populismo es una
tara colectiva, precisa un esfuerzo colectivo para reconstruir las preguntas
pertinentes y saldar las respuestas más difíciles.

¿Cómo reeducar al ciudadano
en el ejercicio de su propia libertad para que ésta no se convierta en una
carga imposible de sostener? ¿Cómo devolver la esperanza a una sociedad
hipnotizada por ilusiones prebendarias, aturdida por el vendaval de pasiones y de
divisiones desatado por el populismo durante largos años?

¿Cómo reconstruir una
educación de verdadera calidad? Que rearme escalas de valores perdidas, que
devuelva la aspiración de vivir en torno a la ley como principal garantía de
equidad, que incite a la búsqueda de la excelencia sin falces igualitarismos
que masifican la mediocridad, que priorice el premio al esfuerzo genuino, a la
cultura de la innovación y el riesgo personal, a la competencia con reglas
equitativas.

Como vemos, las respuestas
son bien complejas porque las preguntas no son fáciles. Es evidente que exceden
largamente la lógica de un proceso electoral común afrontado como una disputa
de figuritas carismáticas con un programa de gobierno concentrado en lo
económico.

El mapa de reconstrucción de
la trama social duplica en alcance y en profundidad el lugar común del fin de
ciclo, los eslóganes demagógicos, las frases oportunistas y la idea general de
sanear una economía diezmada por el despilfarro y la corrupción abusiva en el
manejo de los fondos públicos.

Lo que tenemos frente a
nosotros es la imperiosa necesidad de un cambio de cultura y de régimen, cuyo
primer pero insuficiente paso es, claro
está, el cambio de gobierno.

Pero a ese comienzo formal
de un nuevo tiempo político hay que acompañarlo con gestos paradigmáticos que
muestren a la sociedad las huellas de una bisagra en la historia. Tal como
ocurrió con el conceso que acompañó al Nunca Más original y pionero contra el
terrorismo de Estado y contra cualquier forma de violencia política. Aquel paso
fundacional no tuvo la grandilocuencia de los acuerdo pomposos, siempre
invocados y nunca conseguidos por políticos que no ven más allá de las narices
de sus egos; incapaces de ceder lo propio para construir lo colectivo y
enamorados del destino manifiesto que creen encarnar.

El Nunca Más de los albores
de nuestra democracia fue un contrato social firmado imaginariamente a partir
del inventario del horror reconocido por un grupo argentinos y cierto mea culpa
sigiloso que se viralizó transversalmente por las conciencias de millones de
ciudadanos. Pero aquel balance demoledor fue acompañado por una revolución de
gestos cívicos genuinos que mostraban la veracidad de las intenciones
pacificadoras y portadoras de una justicia sin venganza. Las contramarchas
políticas y las dificultades judiciales posteriores no modificaron el
convencimiento social acerca de la decisión irrevocable. No repetir jamás esa
orgía de crímenes y de torturas.

Un cambio histórico de esa
magnitud no se logra repitiendo recetas que fracasaron. Porque también hay que
decir que por más de setenta años, una de las mayores ventajas del populismo
autoritario ha sido tener como rival a un republicanismo bobo y sin arraigo
popular, sea por falta de autenticidad, decisión o inteligencia. Una maqueta de
las mejores intenciones cívicas armada con palabras huérfanas de
representación, sin la revolución del ejemplo ni el contagio de la acción. ¿De
qué sirve recitar republicanismo fácil en televisión, ?el deber ser? de una
Nación, si la práctica de sus oradores es igual o peor que la de los populistas
señalados con el dedo acusador.

El republicanismo bobo
muchas veces fue también la astuta trama, el disfraz de sectores dominantes o
factores de poder minoritarios para justificar esquemas políticos y económicos
funcionales que protegieran sus intereses parciales, a espaldas de un pueblo al
que despreciaron bordeando la xenofobia. Esas fueron estafas proporcionales al populismo, tan dañinas para
la democracia como su oponente. Porque su miopía terminaba estrellada en cada
nueva crisis social y económica capitalizada por los demagogos reciclados.

Siempre será más fácil y tentador seducir y emocionar al Pueblo que
construir pacientemente y ayudar a constatar la virtud de una República. Lo
primero cuesta poco, engrandece el ego, ofrece gloria y poder personal
combinado con acceso a riqueza material. Lo segundo requiere sacrificio
individual, visión de estratega, desprendimiento material y capacidad e
inteligencia emocional para entender al poder como tributo compartido.

El Populismo enferma. Porque
se nutre de dosis narcotizantes e ilimitadas de ambición y mesianismo. Le
verdadera República sana. Porque requiere autocontrol sobre la tentación de
perpetuidad y vocación humilde de esclavitud ante la ley.

Un populista debe ser
naturalmente autoritario. Un republicano tiene que liderar desde la virtud
personal, desde el ejemplo que contagia valores y persuade.

Pero, vale decirlo, el
populismo aventaja al republicanismo por ser casi una pulsión natural e íntima
del ser humano.

La república es una
construcción racional del hombre moderno que persigue un equilibrio de poderes
siempre inestable e imperfecto. El populismo es una pulsión emocional e
irracional que se adhiere a los temores y a las carencias más básicas del
hombre. La república, por el contrario, es una tarea abstracta, permanente e
inacabada que se decide emprender con fuerza de voluntad asociativa en búsqueda
del autogobierno participativo y equilibrado.

Hacer de la república una
causa con consenso popular es, quizás, el eslabón perdido de nuestra maltrecha
democracia. El salto cualitativo que nunca dimos y nos debemos. Así como a su
tiempo nuestros ancestros lucharon por la libertad y la independencia o
nuestros padres y abuelos por la consolidación del espacio democrático, tal vez
nuestra ímproba labor colectiva para las generaciones futuras sea encarnar como
sistema, definitivamente y sin retrocesos, el nombre completo de la tierra en
que nacimos: la República Argentina.

Por todo lo argumentado en
este alegato, cierro tomando prestadas las palabras ajenas que laguna vez
nosotros para soñar con el destino propio ?

¡Argentinos!, digamos de una
vez y para siempre al populismo?

¡Nunca Más!

*PERIODISTA. Autor de ?Populismo, Nunca
Más- Alegato por la República? (El Emporio Ediciones).

R. Noticias. Buenos Aires- Argentina.
Autorizado para esta Revista Judicial.