Autor: Dr. Giovani Mayorga Andaluz

El art. 228 de la Constitución de la República establece la configuración de la carrera administrativa sustentada en el mérito de las servidoras y servidores públicos, que se evidencia a partir de sus conocimientos, competencias y experiencia (aspectos objetivos) y de su idoneidad ética y calidad personal (aspectos subjetivos). El mérito entonces es un principio esencial en la carrera administrativa porque permite el acceso al servicio público y, además, puede verificar el adecuado servicio a la colectividad, así como también los principios de eficacia, eficiencia, moralidad, imparcialidad y transparencia que caracterizan la actuación estatal. Esto, al menos en teoría, permite satisfacer la misión esencial y deber primordial de los servidores  y las autoridades públicas del Estado y de la institucionalidad que se ha creado, la cual consiste en satisfacer adecuadamente el deber concreto de protección y eficacia de los derechos de las personas que residen al interior de sus fronteras, así como también la materialización de las finalidades institucionales.

En este sentido, la Corte Constitucional colombiana, en la Sentencia C-826 de 2013, afirmó que: “[e]n síntesis, esta Corte ha concluido que el logro de la efectividad de los derechos fundamentales por parte de la administración pública se basa en dos principios esenciales: el de eficacia y el de eficiencia.  Por lo que, ha señalado que la eficacia, hace relación “…al cumplimiento de las determinaciones de la administración” y la eficiencia a “…la elección de los medios más adecuados para el cumplimiento de los objetivos.” También en la Sentencia C-479 de 1992, se consideró que [e]n este aspecto, la armonización de los dos principios analizados –la eficiencia y la eficacia de la función pública– con la protección de los derechos que corresponden a los servidores estatales resulta de una carrera administrativa diseñada y aplicada técnica y jurídicamente, en la cual se contemplen los criterios con arreglo a los cuales sea precisamente el rendimiento en el desempeño del cargo de cada trabajador (el cual garantiza eficiencia y eficacia del conjunto) el que determine el ingreso, la estabilidad en el empleo, el ascenso y el retiro del servicio, tal como lo dispone el artículo 125 de la Constitución. Estos aspectos, en una auténtica carrera administrativa, deben guardar siempre directa proporción con el mérito demostrado objetiva y justamente. // Ello conduce a la instauración de la carrera administrativa como sistema propicio a la obtención de eficiencia y eficacia y, por tanto, como técnica al servicio de los fines primordiales del Estado Social de Derecho.”

Pese a lo anterior, el principio del mérito no es la única forma en que los ciudadanos ingresan al servicio público, pues existen otros mecanismos que permiten tal finalidad, entre los cuales están el libre nombramiento (fundamentado en la consideración in tuitu personae que las funciones implican) o la elección popular según lo prevé la norma invocada, por manera que ha de entenderse que el mérito es la regla general y comprende un sistema general, y los otros mecanismos son excepcionales y configuran sistemas especiales dependiendo de las previsiones constitucionales o legales que los configuran. El mérito, como principio constitucional, proscribe los factores de selección del servidor público en base en el nepotismo, al clientelismo y al favoritismo, y tiende a evitar la arbitrariedad en el acceso al servicio público.

El uso del polígrafo en el contexto laboral

Las pruebas demostrativas del mérito del postulante a la carrera administrativa tienen a establecer los aspectos objetivos (conocimientos, competencias y experiencia) y aspectos subjetivos (idoneidad, ética y calidad personal), los cuales están relacionados directamente con las funciones que se van a desempeñar, así como también con las necesidades que exige el servicio. En ese contexto, el concurso público de méritos se fundamenta como un mecanismo constitucional previo al acceso del servicio público, gracias al cual se verifica el principio del mérito, para cuyo efecto ha de ser efectuado en base en los parámetros claros, precisos, objetivos y transparentes compatibles con los derechos fundamentales, pues de otro modo la finalidad instrumental se vería desbordada.

Entre las pruebas aplicables al concurso de méritos se emplean las denominadas pruebas o exámenes de confianza para el ingreso, permanencia o promoción del personal. De manera que la prueba, no es más que un instrumento cuya finalidad fundamental es la medición de los aspectos objetivos o subjetivos antes establecidos, o dicho de otra manera la prueba en el concurso de mérito es el instrumento que se emplea para medir los conocimientos, actitudes o aptitudes para el desempeño de un trabajo. La confianza por su parte es entendida como «la fe, la seguridad que se deposita en alguien y en cuya virtud se omiten, respecto de esa persona, las precauciones y cuidados habituales».[1] Una prueba de confianza, podemos definirla, como aquella que es establecida para determinar la fe o seguridad institucional del servidor público en el cumplimiento de sus funciones, que redunda en beneficio de la integridad de las decisiones públicas, pues se pretende seleccionar a personas con altos estándares de probidad y disminuir así el riesgo de corrupción y aprovechamiento ilegítimo e ilegal durante el ejercicio de la gestión pública. Se trata, en definitiva de establecer una confianza cualificada que supera a la existente entre particulares.

Entre estas pruebas constan, por ejemplo, la entrevista, la prueba psicológica, la prueba toxicológica, la prueba médica, la prueba de entorno social, la prueba de condición o situación patrimonial, la prueba psicosométrica, la evaluación del desempeño,  la prueba poligráfica, etc., siendo esta última la que más cuestiones problemáticas presenta por aspectos tales como el margen de error de los resultados por inexistencia de una conclusión categórica; la metodología empleada; las modalidades o técnicas de uso (así tenemos: la técnica relevante/irrelevante o RIT, relevant/irrelevant test, el test de preguntas de control o preguntas de comparación o CQT, control question test y el test de mentira dirigida o DLT, the directed lie test; la subjetividad de los resultados; la preparación académica, los conocimientos suficientes y la experiencia del poligrafista,[2] y, lo que resulta más serio, la afectación a derechos fundamentales por la intromisión indebida en la intimidad de los concursantes o servidores; la instrumentalización de las personas; el estigma y exclusión ulteriores al categorizarse como personas no dignas de confianza y el trato discriminatorio que ello implica; y, la discrecionalidad en cuanto a los funcionarios que se aplican.

El polígrafo

El diccionario de la lengua española de la Real Academia Española define al polígrafo como un aparato “que registra gráficamente la medición simultánea de varias constantes psicosomáticas, como el pulso, el ritmo cardiaco, etc., y que se utiliza para contrastar la veracidad de un testimonio.”; y la Asociación Latinoamericana de Poligrafistas define al examen poligráfico como “un test psicofisiológico de decepción o reconocimiento, a veces referido como detección de mentiras. El examen poligráfico es un test estandarizado y basado en la evidencia, acerca del margen de incertidumbre o el nivel de confianza alrededor de una conclusión categórica de decepción o de la posesión de conocimiento o información acerca de un tema objetivo de evaluación.”[3]

         Aunque es generalmente aceptado que el polígrafo es un instrumento capaz de registrar los cambios fisiológicos (respiración, frecuencia cardiaca, resistencia de la piel, sudor) generados en el cuerpo humano ante ciertos estímulos (cuestionarios), sin embargo, cualquier persona, ante el estado de emotividad provocado puede sentir temor de ser sometida a este instrumento y fallar en las respuestas. Además, ciertas personas que están entrenadas, aquellas personas que son hiperactivos o hiporreactivos o los psicópatas, podrían ser calificadas erróneamente como sinceras, honestas o merecedoras de confianza (falsos positivos o falsos negativos) debido a que la prueba en poco fiable. En definitiva, el polígrafo o “detector de mentiras” como vulgarmente se lo conoce, no podría ser empleado como instrumento para demostrar el tan ansiado mérito que se requiere en los concursos de acceso a la carrera administrativa.

En este sentido, la Resolución RESOL-2020-74-APN-MSG, dictada por el Ministerio de Seguridad de Argentina del año 2020 prohibió “las pruebas de polígrafos en el ámbito del Ministerio de Seguridad y de las Fuerzas Policiales y de Seguridad que le dependen”.

El carácter científico que se pretende atribuir a esta prueba y a la capacidad científica de determinar si una persona miente o no tiene credibilidad, sin embargo no debe asumido sin más ni más, pues es importante destacar que no todo conocimiento al que se le atribuye tal calificativo lo es en verdad: “El tradicional tópico de acuerdo con el cual cualquier cosa que tenga algún origen científico es útil y válida y, por tanto, es admisible como elemento de prueba en el proceso, está en crisis desde hace tiempo, por varias razones.

Por un lado, hay ámbitos de investigación, como por ejemplo la grafología, que se presentan como ciencias o, de todos modos, como áreas de conocimiento técnico, pero que, ciertamente, no pueden aspirar al estatus de ciencia. El hecho de que los grafólogos se consideren científicos de la caligrafía no prueba nada: con el mismo criterio, también la lectura de los posos de café, o de las hojas de té para los anglófilos, se consideraría un instrumento de conocimiento válido por parte de sus adeptos”.[4]

 A pesar de que el legislador ecuatoriano haya previsto la exigencia de las pruebas de polígrafo como una prueba de confianza, aquello no implica automáticamente que las mismas alcancen un valor científico ni, peor aún, que la búsqueda de la verdad deba ser efectuada a cualquier precio y en franca vulneración de derechos fundamentales salvaguardados por la legislación doméstica e internacional.  Sobre este último aspecto, se torna necesario recordar insistentemente que la Convención Americana de Derechos Humanos, de la cual es suscriptor el Ecuador, establece en su artículo 1.1 que los Estados Partes de la Convención se comprometen a respetar los derechos y libertades reconocidos en ella y a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción, sin discriminación alguna por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social.

El alcance de las obligaciones estatales (respetar y garantizar) antes previstas, ha sido establecido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la sentencia dictada en el Caso Velásquez Rodríguez Vs. Honduras, en la cual mencionó que: “Esta previsión normativa da a entender que “la protección de la ley la constituyen, básicamente, los recursos que ésta dispone para la protección de los derechos garantizados por la Convención, los cuales, a la luz de la obligación positiva que el artículo 1 contempla para los Estados, de respetarlos y garantizarlos, implica, como ya lo dijo la Corte, el deber de los Estados partes de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos.”[5]

 Asimismo, el artículo 2 de la Convención Americana impone otra obligación al Estado porque en dicha norma se establece que si el ejercicio de los derechos y libertades referidos en el artículo 1 no estuviere ya garantizado por disposiciones legislativas o de otro carácter, los Estados se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de esta Convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades. La Corte Interamericana ha descrito también el alcance del artículo 2 aludido, el cual impone una obligación, que es de resultado y no solo de medios o de comportamiento, señalando que aquella comprende la adopción de medidas como:

  1. a) la supresión de normas y prácticas de cualquier naturaleza que entrañen violación a las garantías previstas en los instrumentos interamericanos o que desconozcan los derechos allí reconocidos u obstaculicen su ejercicio. El cumplimiento de esta obligación se satisface con la reforma, la derogación o la anulación de las normas o prácticas que tengan los mencionados alcances, según corresponda;
  2. b) la expedición de normas y el desarrollo de prácticas conducentes a la efectiva observancia de dichas garantías lo cual obliga a los Estados a prevenir la recurrencia de violaciones a los derechos humanos y, por ello, debe adoptar todas las medidas legales, administrativas o de otra índole que sean necesarias para evitar que hechos similares vuelvan a ocurrir en el futuro;[6] y,
  3. c) en ciertos casos implica la obligación por parte de los Estados de tipificar delitos.[7]

En el caso Almonacid Arellano vs. Chile se describe que las obligaciones del artículo 2 se pueden además conseguir por vía del control de convencionalidad: “124. La Corte es consciente que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean mermadas por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos. En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de “control de convencionalidad” entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esta tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana.”

Ese control, además, constituye una obligación de toda autoridad estatal y no solamente de los jueces, de manera que tienen la obligación de ejercer ex officio un control de convencionalidad entre las normas internas y la Convención Americana de Derechos Humanos.[8] Que el control sea ex officio “supone que las autoridades deben conocer el contenido de las normas de derechos humanos, y deben aplicarlas cuando sea pertinente y sin desconocer los presupuestos formales y materiales de admisibilidad y procedencia de las acciones, para poder garantizar el efecto directo de la Convención y demás instrumentos de derechos humanos”. [9]

         Los funcionarios públicos ecuatorianos, de forma general, y particularmente aquellos que habilitan la aplicación del polígrafo y quienes valoran los “resultados” de estas pruebas, deben asumir con seriedad su función de garante genérico y garante específico de vigencia plena y eficaz los derechos fundamentales.

Dr. Giovani Mayorga Andaluz

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[1] Edgardo Alberto Donna. Derecho penal. Parte especial. Tomo 2B. Buenos Aires: Rubinzal –Culzoni, 2001. p. 298.

[2] Sobre este último aspecto los sesgos cognitivos importan aspectos no menos importantes, porque “Los sesgos influyen de manera inconsciente y afectan también a personas expertas diligentes y honestas. Precisamente por ello, según Dror y Cole (2010: 162), este tipo de errores cometidos por peritos bien intencionados son más problemáticos y peligrosos, dado que incluso la persona experta cree que las afirmaciones sesgadas son genuinamente verdaderas. El problema se enfatiza porque muchos peritos e instituciones periciales son reacios y resistentes a aceptar que su razonamiento es susceptible de caer en sesgos y, en consecuencia, no toman medidas que los protejan de ellos. De hecho, una reciente encuesta mundial sobre 403 forenses experimentados de 21 países ha permitido corroborar que hay una reticencia generalizada a aceptar estas dos cuestiones, la susceptibilidad a los sesgos y la necesidad de establecer mecanismos para minimizarlos. Aún peor, la mayoría de los encuestados considera que sus conclusiones son prácticamente infalibles, que pueden lidiar con los sesgos teniendo fuerza de voluntad y que, si hay sesgos, están en áreas que no son las suyas o en personas expertas —con menos experiencia—, que no son ellos.” Carmen Vásquez, Guía sobre el contenido de los informes periciales y su impacto en el debido proceso, México: Escuela Federal de Formación Judicial y Consejo de la Judicatura Federal, 2023, p. 12 .

[3]https://www.alp-polygraph.com/wp-content/uploads/2021/03/ESTANDARES-DE-PRACTICA-APA-1.pdf.

[4] Michele Taruffo. La prueba científica en el proceso civil. Estudios sobre la prueba. México: Fontanamara, 2008.

[5] Corte I.D.H., Caso Velásquez Rodríguez Vs. Honduras. Sentencia de 29 de julio de 1988, Ser. C, No. 4, 1988, párrafo 166; Caso Godínez Cruz Vs. Honduras. Sentencia de 20 de enero de 1989, Serie C No. 5, párrafo 175. 

 

[6] Corte IDH. Caso Fornerón e hija Vs. Argentina. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 27 de abril de 2012. Serie C No. 242, párr. 131.

 

[7] Corte IDH. Caso Ibsen Cárdenas E Ibsen Peña Vs. Bolivia Sentencia de 1 de Septiembre de 2010. Reparaciones

 

[8] Corte IDH. Caso Gelman Vs. Uruguay. Supervisión de Cumplimiento de Sentencia. Resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos 20 de marzo de 2013, párrafo 66.

 

[9] Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Compendio sobre la obligación de los Estados de adecuar su normativa interna a los Estándares Interamericanos de Derechos Humanos: aprobado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el 25 de enero 2021. 2021. Pp.42.