Lo monárquico en lo cotidiano

Por: Lcdo. Osvaldo Agustín Marcón

S I TODA INSTITUCIÓN INCLUYE JEFATURAS y lugares subalternos ¿qué figura representa mejor su estructura jerárquica? ¿la recta o la pirámide? Es muy posible que la mayoría opte por la pirámide ya que se asocia más fácilmente con la idea de mando-obediencia donde unos, ubicados en la cúspide, ordenan la acción que otros ejecutan en la base. Tal opción es significativa en cuanto podría asociarse con tendencias ciudadanas diarias, como usuario o como parte de las estructuras institucionales.

Ahora bien ¿cuánto de espíritu monárquico persiste en la opción por la pirámide? ¿y cuánto de contradicción para con el discurso republicano que se sostiene en otras instancias? Puede sospecharse que quien opta por la figura piramidal tributa a la postura genérica según la cual el poder reside en hombres y no en criterios consensuados para el funcionamiento social (las normas).

Sin embargo podría optarse por la línea recta postulando que ella refleja con mayor precisión la idea de agrupamiento humano que funciona horizontalmente de acuerdo a normas consensuadas previamente, y donde nadie es jerárquicamente superior. Según esta concepción toda institución supone un conjunto de funciones de distinta naturaleza, impuestas de modo obligatorio. Cada uno, integre jefaturas o lugares subalternos, debe cumplir acabadamente tales imposiciones. Así pensada la estructura todos los sujetos se encuentran en un pie de igualdad en relación con lo normado. Es a esto último (lo normado) a lo que se debe pleitesía y no a quienes lo operativizan. Los jefes no tienen poderes intrínsecos ni extrínsecos. Existe un lugar previamente construido del que se espera algo, y que es ocupado por una persona. Esta persona es vasallo del sistema de regulaciones previamente construido.

El poder como línea recta o pirámide

Por una parte los jefes tienen responsabilidades que no pueden cumplir mutándolas en poder personal o «fuerza violenta, injusta, sin regla, arbitraria» (1) . Por otra parte quien pide soluciones que surjan de la voluntad del jefe se posiciona como vasallo. Quien, en cambio, pide soluciones que emerjan de la aplicación de normas preexistentes se ubica en la condición de ciudadano. Nada nuevo hay en lo hasta aquí escrito pues solo se comenta una de las distinciones centrales entre monarquía y república.

La diferencia que supone pensar el poder como línea recta o pensarlo como pirámide es también la diferencia que existe entre espíritu ciudadano y espíritu súbdito. En un caso aparece enaltecida la libertad humana frente a un sistema normativo previamente establecido que al colocar límites dota de formas específicas a partir del principio de igualdad ante lo consensuado. Tales límites, con aciertos y errores, son construidos desde la preocupación real por lograr que nadie dependa de la voluntad de otros hombres. Es el propio ciudadano quien debe valerse de tal sistema tanto en el campo de sus responsabilidades frente a otros como en el campo de sus derechos.

En el espíritu de súbdito, en cambio, aparece enaltecido el a-vasallamiento, es decir la reducción del sujeto a la condición de vasallo, de ciudadano aminorado, precarizado, vulnerado, violado. El monarca es quien funciona como referencia. Es su voluntad la encargada de establecer los contornos de cada realidad, obviamente signados por su propia subjetividad de hacedor de límites y posibilidades. Para obtener la satisfacción de necesidades se debe acudir a él y no a la normativa. El sujeto no ejercita derechos sino que logra concesiones desde posiciones subalternizadas.

Aunque avergüence debe reconocerse que los vahos monárquicos impregnan muchas prácticas cotidianas, naturalizadas a fuerza de repeticiones acríticas, consolidando profundas tendencias a la inmadurez cívica y demorando la constitución de ciudadanos plenos. Tales vahos se expresan en múltiples detalles que adornan los altares burocráticos: modos de saludar, costumbres sutilmente impuestas para ingresar a algunos despachos, fórmulas escritas de uso cotidiano, indumentarias reducidas a rituales, solemnidades irrisorias, protocolos demenciales. He ahí los resabios de reverencias monárquicas, impregnados de temor, de sumisión y de lobotomías ideológicas.

¿Se trata de inocentes formas o de substanciales contenidos?

Nada existe como totalidad sin sus unidades constitutivas. Y aunque el todo no es igual a la suma de las partes guarda con ellas una relación dialéctica dándose forma mutuamente. Si el todo es la sociedad políticamente organizada, las partes son cada uno de los ciudadanos. Si el todo funciona en estado de derechos raquíticos es porque no es suficiente el fertilizante cotidiano que cada ciudadano aplica.

El estado de derecho debería pensarse como un estado siempre inacabado, un ideal que promueva las reconstrucciones necesarias hacia formas constantemente superadoras. Consecuentemente todos deberíamos pensarnos como sujetos en permanete deconstrucción y reconstrucción, cotidianamente preocupados por hacer coincidir el discurso con el testimonio. Es decir en la meticulosa tarea de no repetir a nivel micro lo que detestamos de la dirigencia a nivel macro.

Para que el todo cambie todos debemos cambiar. Esto excluye cualquier reduccionismo que pretenda identificar motores transformadores en lugares excluyentes. Pueden inclusive surgir impulsos revolucionarios en algunos momentos pero nunca podrá prescindirse de los impulsos cotidianos, los que transforman la realidad centímetro a centímetro. Son estos últimos los que dan integridad a la responsabilidad ciudadana. Y es allí donde cada uno decide, plenamente conciente de su hidalguía o cobardía, cuánta república quiere para su patrimonio cultural.

(1) DERRIDA, Jacques. Fuerza de ley: el fundamento místico de la autoridad. Madrid, Tecnos, Trad.Barberá y Gómez, 1994. P. 19