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De: Pablo González Vázquez
Origen: Noticias Jurídicas (España)

A) Idea previa general: la competencia mercantil como fenómeno netamente jurídico.

La competencia mercantil podría ser definida (tirando de la conocida acepción americana del «struggle for life«), como la lucha del empresario, dentro de un mercado, por captar la clientela, poniendo a disposición de ésta productos y servicios a precios, calidades, y condiciones más favorables que los demás, buscando atraer, a su regazo, al mayor número de consumidores posible. Dentro de un sistema económico capitalista, la competencia mercantil goza de una relevancia fundamental, ya que se presenta como el alma del comercio y, por lo tanto, el motor del sistema de economía de mercado

1.Precisamente, para que ese mercado (como institución) pueda funcionar de manera mínimamente razonable, es preciso que no se convierta en un «wild far west«, porque acabaría por eliminar, definitivamente, la libertad que se pretende proteger2. Efectivamente, es sabido que el Derecho supone siempre ciertas restricciones a la libertad, incluso los derechos fundamentales básicos gozan de límites. Por ello, no cabe concebir una libertad de competencia mercantil en el sentido de ilimitada o anárquica, sin más norma que la «voluntad omnímoda de los competidores»3. La libre competencia, por tanto, desde la óptica del Derecho, implica igualdad jurídica de competidores.

Es en este contexto precisamente donde la competencia tiene su anclaje jurídico, porque, a pesar de tener motivaciones económicas, las consecuencias derivadas de su implantación tendrán irremediablemente una importante significación jurídica, que justificará que el Derecho tenga voz y voto en ello, configurando, por consiguiente, a la competencia como un auténtico fenómeno jurídico.

B) Aproximación histórica al Derecho de la Competencia:

Veamos ahora cuál ha sido el tratamiento jurídico que históricamente ha recibido el fenómeno de la competencia mercantil.

En un primer período histórico, la «ordenación» mercantil era tan asfixiante que causaba que no hubiera competencia. Efectivamente, durante la Edad Media (y, también, durante gran parte de la Edad Moderna) la Economía europea se caracterizó por el dirigismo y, sobre todo, por el monopolio. El acceso al mercado no era libre y, como es sabido, para ejercer una industria era necesario obtener la inscripción en la Matrícula de las Corporaciones de Artes y Oficios, a las que el Estado otorgaba privilegios para acceder al propio mercado. El Estado y las Corporaciones eran las que regulaban la competencia, pero dicha regulación estaba encaminada al control último de la competencia, no a la defensa de la misma. Los grandes mercaderes, los Fugger de Alemania o los Médici en Italia, pactaban entre sí o bien con el Rey o bien con el Papa para asegurarse un determinado mercado y así excluir a cualquier competidor.

Posteriormente, con el Absolutismo, los Príncipes fueron «los mejores abogados de los monopolios«4, puesto que, evidentemente, se valían de ellos (vendiéndolos a los comerciantes) para atender al gasto público, de índole preeminentemente bélica (El emperador Carlos V es el paradigma de la época).

La monopolización de la economía no fue, sin embargo, pacífica. Los abusos fueron minando progresivamente el poco crédito que entre el pueblo y los juristas pudieron tener los monopolios, y así en el mundo anglosajón la repulsa hacia los monopolios se plasmó durante el reinado de Jaime I en el «Statute of Monopolies» (1623). Mientras tanto, la Economía sufría una progresiva estatificación. Luis XIV, por ejemplo, dictó ordenanzas del comercio terrestre y marítimo para controlar minuciosamente la actividad mercantil.

Llegamos así al final del siglo XVIII sin demasiados problemas de competencia (lo cual es lógico dados los límites impuestos). La competencia, como se ha dicho, no tenía problemas de salud, por encontrarse muerta.

La segunda etapa del Derecho de la Competencia empieza a forjarse con la proclamación de la libertad de industria y comercio de finales del siglo XVIII. Efectivamente, los problemas de la competencia no empezarían a surgir tanto en cuanto la competencia no llegara a ser libre. Pues bien, la Revolución Francesa se encarga de abrir el camino en cierto modo. Aquí se liberaliza la economía que caracterizaba al Antiguo Régimen (más bien por motivos sociales de aversión a los gremios, más que por motivos económicos), liberalización que quedó plasmada fundamentalmente en la Declaración Universal de los Derechos del hombre y del Ciudadano de 1789. La Revolución Industrial pedía a gritos una Revolución en el Derecho. Efectivamente, eliminadas las elitistas condiciones de acceso al mercado, los competidores se valieron de todo tipo de armas (sobre todo las ilícitas) para su lucro propio, creándose los monopolios privados, con la consiguiente aparición de conductas restrictivas y acuerdos que eliminaban la competencia. Como dice en su obra el profesor GARRIGUES, «la lucha por el cliente se había convertido en la lucha contra el cliente? el régimen de la competencia se había devorado a sí mismo, resucitando la plaga secular de los monopolios«.

Surge una tercera fase. A finales del siglo XIX, los excesos del individualismo capitalista terminan por poner en peligro «la mano invisible» que equilibra la oferta y la demanda, aniquilando la competencia. El abuso de la libertad reclamaba una intervención del Estado. Es a esta época a la que pertenecen las leyes especiales sobre represión de las prácticas restrictivas de la competencia. Leyes que se basan en «la limitación de la libertad para defender la libertad«. La primera nación en comprender los peligros que el abuso de la libertad de comercio podría acarrear fue Estados Unidos. Mientras que en Europa la transición desde el corporativismo a la libertad de emprender fue necesariamente más lenta, debido a que los Estados Unidos, habiendo nacido de la revolución republicana, siguió los postulados económicos desregulatorios afirmados por la Revolución francesa. Es en los Estados Unidos de América donde el derecho de la competencia cobra un desarrollo espectacular, donde sus circunstancias sociales, políticas y económicas resultaban ser las propicias para la perfecta adecuación (no existía una cultura gremial y la base era la iniciativa económica).

Sin embargo, a finales del siglo XIX y principios del XX la concentración económica en los Estados Unidos era preocupante, existiendo cárteles que dominaban cada vez más la floreciente economía. El legislador intervino para reglamentar la libertad de pactos entre competidores, y así fue cómo se gestó la Sherman Act de 2 de Julio de 1890, que declaró ya en su primer artículo «todo contrato, asociación en forma de cárteles o de otra índole, o conjura que restrinja el tráfico mercantil o el comercio entre varios Estados, o con naciones foráneas«. El Tribunal Supremo Norteamericano moderó la tajante formulación de la ley aplicando «la regla de lo razonable», lo que permitía distinguir entre pactos buenos y malos, siendo éstos últimos los que sí restringían la competencia (en los Estados Unidos solamente son condenados como nocivos para la Economía aquellos pactos que no producen ventajas o beneficios que los rediman, o van más allá de lo estrictamente necesario para obtener los fines aceptables que persiguen, o eliminan la competencia).

Posteriormente, aparece la Clayton Act, el 15 de Octubre de 1914, que trata de la discriminación de precios y de algunas concentraciones, viniendo, también, a desarrollar condiciones de aplicación de su predecesora, la Sherman Act. Asimismo, fue capital -independientemente de la labor de la División Antitrust del Departamento de Justicia, y de la FiscalíaGeneral del país5, en materia criminal- la creación de la Federal Trade Comission, creada por la Federal Trade Act en 1914, también como agencia federal independiente represora de las conductas prohibidas.

En definitiva, en la cuna de la creación del derecho antitrust (EEUU), existe una auténtica y fortísima consciencia de la gravedad de las prácticas lesivas de la competencia y de las fatales consecuencias que pueden derivarse para los consumidores finales, por ello, aparte de un control administrativo, existen otros mecanismos de control independientes, como los criminales, o el hecho de que cualquier afectado pueda ejercitar responsabilidad por daños y perjuicios ante los tribunales civiles (pudiendo llegar a conseguir hasta el triple de lo que el acuerdo lesivo les ha podido producir como perjuicio, según el derecho federal), sin necesidad de «intervención» de ningún tipo de las Autoridades públicas.

En Europa, el Derecho comunitario originario nace de los Tratados Constitutivos de las Comunidades Europeas, que prevé, al modo del derecho antitrust norteamericano, la prohibición de los acuerdos colusorios y de los abusos monopolísticos. Efectivamente, el primero de los Tratados en contener normas de competencia es el rubricado en el París de 1951, el Tratado CECA, que creó el Mercado Común del Carbón y del Acero, en base a una serie de circunstancias históricas, pretendiendo con ello evitar una tercera guerra mundial. Posteriormente, en 1957, se firma en Roma el Tratado de la Comunidad Económica Europea, dentro del que se contienen dos artículos que van a ser realmente la piedra angular del derecho comunitario de defensa de la competencia: los artículos 85 y 86 del Tratado. Artículos que serán objeto de desarrollo posterior.

Y finalmente, en España, no hubo ninguna ley administrativa de la competencia (sí existía un cierto tratamiento criminal en las leyes penales de la época) hasta la del 20 de Julio de 1963 (número 110), sobre Represión de las Prácticas Restrictivas de la Competencia. Ley que tuvo un desarrollo y una operatividad prácticamente nulos, quizás por la escasa cultura competencial y por los diversos factores sociales que incidían en ese momento político que vivía España.

Empieza a forjarse esa cultura de protección de la competencia con la entrada en vigor de la Constitución a finales de los setenta, y con la ley de defensa de la competencia de 1989, proceso que sigue adelante con la determinación que representa la nueva ley española de 2007.

C) La Libertad de la Competencia como valor del ordenamiento jurídico, y la Defensa de la misma como Función Pública.

La Ley española de 1963 sobre la Represión de las Prácticas Restrictivas de la Competencia, a pesar de sus buenas intenciones, no tuvo ni la mitad de éxito que de la misma se esperaba, y gran culpa de esa infortuna la tuvieron, tanto la situación socio-económica de la época, como el «intervencionismo«6 político en la economía y, en definitiva, a la escasa atención pública que a la misma se le prestaba, resultando, consecuentemente, que no hubiera una cultura pública de competencia que impulsara dicha ley.

Sin embargo, esa situación cambia radicalmente con la aprobación de nuestra Constitución en 1978, al recogerse, en la misma, numerosos preceptos que reglamentan y sancionan las reglas del juego básicas que habrán de informar al sistema económico español, lo que se ha venido a llamar, por la doctrina, la «Constitución Económica».

Efectivamente, aparece en escena el derecho constitucional a la libertad de empresa por gentileza del artículo 38 de la Constitución, según el cual, «se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía en general y, en su caso, de la planificación«. Bien, la primera consecuencia que extraemos de la lectura del precepto y de la interpretación del lugar en el que está encuadrado dentro de la Constitución, es (como la ha denominado la jurisprudencia), una consecuencia estática e individual del derecho7. Es decir, la libertad de empresa es un derecho que responde al modelo de los denominados derechos constitucionales subjetivos, por tanto, se confiere a su titular un conjunto de facultades y posibilidades de hacer (regla general)8, con las únicas excepciones de las limitaciones que pueden gravarlo (las exigencias de la economía en general o la planificación) o incluso llegar a eliminarlo (reserva de servicios esenciales). La consideración constitucional del derecho de libertad de empresa significa que tal derecho gozará de protección ante los Tribunales en los términos en que se establece en los artículos 24, 53 y 106 CE, frente a las posibles intromisiones ilegítimas de los poderes públicos. Será, por tanto, tutelable ante los Tribunales por el procedimiento ordinario, ya que, como se sabe, al no tratarse de un derecho fundamental «básico», no es susceptible de ser tutelado ni mediante procedimiento preferente y sumario de protección de los derechos fundamentales, ni, mucho menos, por el recurso de amparo constitucional. De todas formas, como es lógico, cualquier Ley que afectase de manera desproporcionada a este derecho podría ser objeto de declaración de inconstitucionalidad por parte del Tribunal Constitucional. Con todo, y debido a su encuadramiento dentro del Capítulo Segundo del Título I, su regulación, de conformidad con el artículo 53 de la Constitución, habrá de realizarse mediante Ley.

Con respecto al «contenido esencial» del derecho a la libertad de empresa (artículo 53 CE), esa connotación de contenido esencial impone al legislador la carga de que, aún pudiendo regular por ley el ejercicio del derecho, dicha regulación legal no podrá saltarse el contenido mínimo del derecho. De esta forma, la noción de contenido esencial se configura como una frontera infranqueable a las posibles limitaciones que el legislador pueda (o quiera) interponer al ejercicio de tal derecho.

Ahora bien, ¿cuál es el contenido esencial de ese derecho? Pues bien, partiremos del camino marcado por la Sentencia del Tribunal Constitucional n º 11 de 8 de Abril de 1981, según la cual «Constituye el contenido esencial derecho aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para que el derecho sea recognoscible como perteneciente al tipo descrito y sin los cuales deja de pertenecer a ese tipo y tiene que pasar a quedar comprendido en otro, desnaturalizándose, por decirlo así. Todo ello referido al momento histórico en que cada caso se trate y a las condiciones inherentes a las sociedades democráticas, cuando se trate de derechos constitucionales.

El segundo camino posible para definir el contenido esencial de un derecho consiste en tratar de buscar lo que una importante tradición ha llamado los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula de los derechos subjetivos. Se puede entonces hablar de una esencialidad del contenido del derecho que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De este modo, se rebasa o desconoce el contenido esencial cuando el derecho queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección.

Los dos caminos propuestos para tratar de definir lo que puede entenderse por contenido esencial de un derecho subjetivo no son alternativos ni menos todavía antitéticos, sino que, por el contrario, se pueden considerar como complementarios, de modo que, al enfrentarse con la determinación del contenido esencial de cada concreto derecho, pueden ser conjuntamente utilizados, para contrastar los resultados a los que por una u otra vía puede llegarse«.

Concretamente, en sede de derecho a la libertad de empresa, la doctrina del Tribunal Constitucional estableció el contenido esencial como «el de iniciar y sostener en libertad la actividad empresarial. De esta manera, si la Constitución garantiza el inicio y mantenimiento de la actividad empresarial en libertad, ello entraña en el marco de una economía de mercado, donde este derecho opera como garantía institucional, el reconocimiento a los particulares de una libertad de decisión no sólo para crear empresas y, por tanto, para actuar en el mercado, sino también para establecer los propios objetivos de la empresa y dirigir y planificar su actividad en atención a sus recursos y a las condiciones del propio mercado. Actividad empresarial que, por fundamentarse en una libertad constitucionalmente garantizada, ha de ejercerse en condiciones de igualdad pero también, de otra parte con plena sujeción a la normativa sobre ordenación del mercado y de la actividad económica general» (Sentencia del Tribunal Constitucional n º 84, de 8 de Marzo de 1993).

Es decir, el derecho a la libertad de empresa presupone tres libertades distintas, que describimos someramente:

  1. Libertad de acceso al mercado: implicando que cualquier agente económico (sea público o privado) puede en condiciones de igualdad iniciar cualquier tipo de actividad económica legalmente permitida, proyectándose sobre cualquier sector de la economía (a salvo de los reservados al Estado ex art. 128.2 CE).
  2. Libertad de permanencia en el mercado: el empresario tendrá plena libertad para proceder a la organización interna y externa de su empresa, así como al modo de realización de su actividad económica (si bien, respetando en cualquier caso la ordenación jurídica existente al respecto que pude conllevar la consiguiente facultad de vigilancia administrativa permanente sobre la actividad (v.g. las autorizaciones operativas a Casinos).
  3. Libertad de cesación o de salida del mercado: supone el lógico derecho del empresario a dejar de desarrollar en cualquier momento la actividad empresarial llevada a cabo.

Desde el punto de vista de la visión estática o individual del derecho, la libertad de empresa se conjuga (como se ha dicho) como un derecho que goza de dos garantías: la existencia de un contenido mínimo esencial, y la reserva de ley para cualquier regulación ordenadora o limitativa de la misma.

Ahora bien, como es perfectamente comprensible, la libertad de empresa, como derecho constitucional subjetivo que es, en ningún momento tiene carácter ilimitado. Efectivamente, citando a SORIANO GARCÍA al respecto, «como sucede con todos los derechos, inclusive los fundamentales, la libertad de empresa tiene límites«.

Para encontrar los límites a dicho derecho no es necesario irse muy lejos, ya que, tanto el Preámbulo de la Constitución, como (entre otros) el propio artículo 38, delimitan las medidas que restringen este derecho patrimonial. Es en este punto cuando cobra sentido la otra interpretación que se hace jurisprudencial y doctrinalmente del derecho a la libertad de empresa, basada en su carácter dinámico u objetivo (perspectiva institucional), como consecuencia directa del concreto marco constitucional que ampara el derecho: la Libertad de Empresa dentro de la Economía de Mercado, y la subordinación de ésta a la Satisfacción de los Intereses Generales, como consecuencia de la cláusula del Estado Social, implantada por nuestra Constitución en 19789.

Es decir, al protegerse y garantizarse constitucionalmente la libertad de empresa en una economía de mercado, para que dicho derecho material tenga sentido funcional, es necesario que dicha libertad de empresa pueda ser ejercitada en condiciones tales que garanticen su efectividad, y entendiéndose por efectivas todas las medidas que posibiliten que todos y cada uno de los agentes económicos puedan llevar a cabo las actividades empresariales (se entiende las no prohibidas por Ley) en régimen de igualdad protegiendo al consumidor y al propio mercado.