Por: Ab. Diego Zambrano Álvarez

Constituye el principio rector de la doctrina de la protección integral recogida y desarrollada por el Código de la Niñez y Adolescencia. La misma que se contrapone a aquella denominada de la situación irregular que rigió en nuestro país, durante la vigencia del Código de Menores de 1992.

La doctrina de la situación irregular asumió a cierto sector de la niñez, especialmente el de condición económica baja, como un asunto de política criminal a corto y largo plazo. La normativa que giraba alrededor del tema no tomaba como punto central de protección a la persona, sino a la necesidad de impedir que estos “menores”[1] pudiesen convertirse en un problema social o incrementar los niveles delincuenciales en los sistemas que la adoptaron.

Bajo este esquema el menor, un ser sometido a tutela estatal, familiar, eclesiástica o del adulto en general, no poseía el ejercicio directo de sus derechos sino que lo hacía por medio de las organización gubernamentales o sociales a cuya tutela se encontraban, las mismas que imponían sus propios modos de existencia a este grupo social. Podemos notar entonces una relación vertical entre los adultos, a quienes se les confiaba la adopción de medidas destinadas a evitar que la niñez se convierta en un problema social, frente a niños y niñas a quienes se les atribuyó el deber absoluto de obediencia a los “mayores” puesto que ellos y solo ellos eran capaces de identificar lo mejor para los infantes.

Una vez identificados a los menores que se encuentran en situación irregular, es decir, en situación social favorable para la delincuencia, es importante destacar que toda la normativa anterior al Código de la Niñez gira alrededor de estos grupos, con la consecuente exclusión de niños y niñas provenientes de familias acomodadas puesto que estos no representaban un peligro latente para el conglomerado. Se tendía entonces a una discriminación de hecho, cubierta por un marco jurídico que lo toleraba pese al reconocimiento expreso del principio de no discriminación y la expresión que todo ser humano, desde su estado prenatal, hasta los dieciocho años estaría sometido a las prescripciones de dichos cuerpos normativos (Código de Menores, Arts. 2 y 3).

La determinación de las “…medidas que deben adoptarse con el fin de proteger al menor que se encuentra en situación de riesgo, y las medidas que tiendan a la superación de dicha situación (…o el establecimiento de) servicios, modelos y alternativas de protección al menor que se encuentra en situación de riesgo, sin perjuicio de las normas orgánicas y de funcionamiento que se dicten…”[2] asumían a la niñez como un problema, no como personas en estricto sentido sino como seres que valía la pena proteger por su aptitud de llegar a ser adultos, a lo cual se dedica un título entero dentro del Código de Menores. (el texto incluido entre paréntesis es nuestro).

Esta valorización del mundo adulto obligó a niños y niñas a alcanzar, cuanto antes, comportamientos similares a los de sus padres, estigmatizándose a la realidad infantil como un defecto propio de seres inmaduros, en proceso de evolución y del cual se debía salir cuanto antes por medio de la educación.

El Código de Menores tomaba como el punto referencial para el inicio de la protección jurídica de la persona a su etapa prenatal, lo cual resulta ambiguo puesto que si bien quedaba clara la finalización de esta, no así su inicio. Esta vaguedad normativa quedó subsanada por el artículo 49 de la Constitución Política de 1998 al especificar que dicha esfera de protección de la vida iniciaba desde el momento mismo de la concepción o fusión de gametos. Podríamos hilar más fino y determinar el tiempo exacto que debe transcurrir entre la relación sexual y la concepción de óvulo materno para precisar el momento de la concepción y sus consecuentes efectos jurídicos. No obstante, al constituir un problema médico-científico debemos ceder el paso a los expertos en el tema.

Lo cierto es que esta disposición dejaría insubsistente las del Código Civil inspiradas en la teoría de la vitalidad (Art. 60) en virtud de la cual, la persona que está por nacer o nasciturus no constituye una persona como tal, puesto que todos sus derechos se encuentran suspensos y su adquisición está condicionada al nacimiento. El mismo que jurídicamente se produce en el momento de ser completamente separado del claustro materno, reputándose al feto que ha muerto antes de tal escisión, como si jamás hubiese existido.

Con estos antecedentes podemos concluir que la consagración del interés superior del menor, como eje rector de la doctrina de la situación irregular, suponía un principio guía para la adopción de medidas tendentes a solucionar problemas provenientes de este sector marginal de la población, manteniéndose por tanto la concepción peyorativa y problemática de la infancia.

La doctrina de la protección integral de la niñez y adolescencia es implementada en nuestro sistema jurídico desde el año 1998, con la expedición de la codificación de la Constitución Política de 1979 (Art. 48) en virtud de la cual se propone una alianza tripartita entre Estado, sociedad y familia a fin de asegurar, hasta el máximo de las posibilidades, el pleno y prioritario ejercicio de los derechos de niños, niñas y adolescentes, reconociéndose en ellos a sujetos plenos de derechos[3].

Esta doctrina ha sido consensuada por los Estados que integran la Organización de las Naciones Unidas,[4] mediante la expedición de la Declaración de los Derechos del Niño y su posterior convención, la misma que en su segundo principio prescribe que la protección especial deberá expresarse en la posibilidad de este grupo social de disponer de oportunidades y servicios, dispensados por ley y por cualquier otro medio, para que el niño y adolescente pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente en forma saludable y normal, así como en condiciones de libertad y dignidad.

La promulgación de leyes tendentes a cumplir los objetivos del principio citado tendrá que considerar, como eje rector y fundamental al interés superior del niño, por sobre cualquier otro.

Recordemos también que la misma carta política atribuye derechos de ciudadanía a este sector poblacional. Es decir, no nos referimos a personas con derechos suspensos hasta alcanzar su adultez, sino a optimo iure, persona titular del pleno ejercicio de todos los derechos atribuibles a la persona. La jurisprudencia nacional se ha pronunciado en el sentido que “…al no aplicar el principio de interés superior de los niños y sus derechos, que prevalecerán sobre los demás, es necesario destacar, que ciertamente la Constitución Política de la República del Ecuador contiene aquel precepto fundamental; pero esto no quiere decir que para proteger los intereses del niño y sus derechos ha de declararse como padre a cualquier persona, porque la declaratoria judicial de paternidad tiene efectos trascendentales, como el de la ciudadanía prevista por la Constitución.»[5].

Sin perjuicio de lo expuesto por la Corte de Casación, es importante indicar que la carga de la prueba respecto a de paternidad recae sobre quien la negare, lo contrario sería atentatorio contra el principio de interpretación más favorable y por tanto, al interés superior.

El interés superior del niño y de la niña, desde la perspectiva de la doctrina de la protección integral, elimina los prejuicios tradicionalmente alimentados por el régimen precedente e incurre en una jerarquización abstracta entre derechos. Así, tanto niños, niñas, como adolescentes poseen además de los derechos atribuibles a todo ser humano, unos específicos en consideración de su condición especial y natural. No obstante, cuando estas prerrogativas humanas llegasen a contraponerse, entre sí, se hará primar necesariamente aquella cuya titularidad recayere sobre la persona menor de dieciocho años.

La concepción de niños, niñas y adolescentes como sujetos de derechos implica necesariamente su contraparte, es decir, ver en ellos también a sujetos de obligaciones jurídicas. En este aspecto hay que hacer una diferenciación entre los deberes atribuibles a los demás agentes sociales, en atención a las características naturales especiales de este sector. Aquí cabe dejar sentado que el ordenamiento político reconoce la existencia de diferencias entre adultos y niños, pero no lo hace de manera peyorativa, sino con el objeto de atender el ejercicio propio y armónico de los derechos humanos de niños y adultos.

Las obligaciones que corresponden a niños, niñas y adolescentes, así como el ejercicio de sus derechos, sin el apoyo o con el apoyo parcial de un adulto deben ser progresivos. Por tanto, en igual proporción a su desarrollo físico, mental y emocional. No podríamos pretender que un niño de tres años decida respecto del plantel escolar en el cual desearía desarrollar su formación básica, derecho atribuible entonces, a sus padres o personas a cuyo cargo se encontrasen. No obstante, al alcanzar cierta edad es posible que puedan tomar esta decisión con absoluto conocimiento de causa y concientes de sus efectos.

Sabemos que el nivel de discernimiento de las personas en general no es una cuestión de edad sino del desarrollo particular de cada una por lo que no se puede reglamentar este ejercicio progresivo de derechos de manera absoluta, sino que se prestará atención al caso en particular.

Es importante identificar las características propias de la población infantil a fin de crear una normativa desde su propia perspectiva[6], mas no desde una concepción adultocentrista que desvalorice la identidad de niños y niñas, valiosos desde siempre por el hecho de ser personas y además por ser un grupo humano que requiere especial atención y protección en virtud de sus condiciones naturales específicas que lo colocan en cierta posición de vulnerabilidad respecto a la población adulta. De ahí que, en aplicación de los principios que guían la igualdad sustancial o en derechos, por sobre la formal o ante la ley, se introduce en el sistema jurídico un principio de discriminación positiva favorable a la niñez y adolescencia.

En este sentido, podemos encontrar normativa como la laboral en la que se prevé una jornada máxima de trabajo menor a los de los adultos o trabajos prohibidos para niños y niñas o cuerpos, legislación que prevé una atención prioritaria y preferente a la mujer embarazada, entre muchos otros ejemplos.

Bajo este orden de cosas se reconoce la diferencia entre las diversas situaciones en las que viven niños y niñas de los diferentes sectores poblacionales. Ante la existencia de niños que se encontrasen en mayor situación de vulnerabilidad, respecto de otro, se deberá incurrir en una nueva medida de discriminación positiva, incorporándose por tanto, una nueva regla de ponderación de derechos, no sólo respecto de niños y adultos, sino entre los primeros.

Al igual que todos los demás principios jurídicos, el interés superior del niño es aplicable como un modo de interpretación de las demás normas y reglas que conforman el ordenamiento jurídico ecuatoriano, especialmente al momento de presentarse una confrontación entre derechos. En este sentido, todo ejercicio de ponderación entre los mismos no puede ser peyorativo al pleno ejercicio de los derechos de la niñez. La jurisprudencia venezolana ha dicho que: