Por: Carlos Pérez Vaquero

Introducción

El medio ambiente no es una moda sino la realidad donde vivimos más de 6.600.000.000 de personas en todo el mundo; pero lo cierto es que parece que ha sido de un tiempo a esta parte cuando se ha descubierto la importancia del cambio climático, la sobreexplotación pesquera, el efecto invernadero, los residuos tóxicos, la contaminación, el crecimiento sostenible, el deshielo de los polos, la multitud de especies en peligro por la pérdida de sus hábitats, la conservación de los bosques, el uso de energías renovables… que “quien contamina, paga” y que se debe castigar al responsable de un delito medioambiental.

Sin embargo, esta conciencia social no se traduce en la práctica y seguimos contaminando –cada vez más– sin cambiar de actitud. De hecho, “los problemas medioambientales” sólo le preocupan al 2,1% de los españoles1 y el término medio ambiente2 ni tan siquiera figura en nuestro diccionario donde, al menos, sí que podemos encontrar varias acepciones de “ecología” como “la ciencia que estudia las relaciones de los seres vivos entre sí y con su entorno” o bien “la defensa y protección de la naturaleza y del medio ambiente”. En ambos casos, se trata de definiciones muy poco precisas si tenemos en cuenta la variedad de actividades –tanto humanas como naturales– a las que afecta la preservación, conservación y mejora del medio ambiente. Una imprecisión que incluso se ha visto reflejada en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español3.

Si a la dificultad de definir qué es el medio ambiente, le añadimos el calificativo de internacional y trascendemos más allá de nuestras fronteras, el resultado se podría extender ilimitadamente; sobre todo cuando, en último término, lo que nos planteamos es analizar si se regulan los delitos relacionados con este ámbito.

Como veremos a continuación, al planeta no le falta voluntad… le fallan las fuerzas.

El Delito Ecológico Internacional

En 1947, la Asamblea General de la ONU creó la Comisión de Derecho Internacional para promover el desarrollo progresivo de estas normas y lograr su codificación; encomendándole que redactase dos proyectos “para fortalecer la paz y la seguridad internacionales y (…) contribuir a promover y llevar a la práctica los propósitos y principios enunciados en la Carta de las Naciones Unidas”:

  • El primero –para establecer una jurisdicción penal internacional–se concluyó casi cincuenta años más tarde, en 1994, y dio lugar al denominado “Estatuto de Roma” por el que se creó la Corte Penal Internacional (CPI).
  • El segundo –un “Código de crímenes contra la paz y la seguridad de la humanidad”– se fue desarrollando al mismo tiempo que aquél hasta que la Comisión lo finalizó en 1996.

Mientras que la Corte Penal Internacional entró en vigor el 1 de julio de 2002, ¿qué ocurrió con el segundo proyecto? La respuesta se encuentra en la exposición de motivos de la Ley Orgánica 6/2000, de 4 de octubre, por la que España autorizó la ratificación del Estatuto de la CPI: “Estos proyectos fueron presentados por “Crímenes ecológicos: Daños graves al medio ambiente, causados deliberadamente o por negligencia culpable” dicha Comisión en 1994 y 1996, respectivamente, y, una vez refundidos, ampliados y completados por un Comité compuesto por representantes gubernamentales, constituyeron la base de trabajo de la Conferencia Diplomática de Roma”.

Al refundirse en un solo texto se perdió la ocasión de regular los crímenes ecológicos –daños graves al medio ambiente, causados deliberadamente o por negligencia culpable– que sí que figuraban en el borrador del Art. 26 de este Código; aprobado por la Comisión de Derecho Internacional, en primera lectura, pero que se suprimió en la segunda y, definitivamente, en el texto final junto a otros delitos internacionales como el tráfico de estupefacientes, la dominación colonial, la intervención extranjera o el entrenamiento de mercenarios; de modo que, hoy en día, la Corte no está facultada para juzgar ninguno de estos delitos ni, por tanto, los relacionados con el medio ambiente.

De forma análoga, esta misma situación sucedió con otro proyecto de la Comisión de Derecho Internacional que revestía “gran importancia en las relaciones entre los Estados”: su responsabilidad internacional. Una materia que se regula, fundamentalmente, por el Derecho consuetudinario –es decir, por la costumbre internacional– pero que también fue objeto de atención por la Comisión al tratar la “Responsabilidad del Estado por hechos internacionalmente ilícitos” –en palabras de la propia resolución– que fue adoptado por la CDI el 9 de agosto de 2001 y, más tarde, por la Asamblea General de la ONU el 28 de enero de 2002 (A/RES/56/89) durante el 56º periodo de sesiones.

En un primer momento, este proyecto debatió incluir el “famoso” apartado d) del párrafo 3 del Art. 19 que consideraba crimen internacional “la existencia de una violación grave y en gran escala de una obligación internacional de importancia esencial para la salvaguardia y la protección del medio humano, como las que prohíben la contaminación masiva de la atmósfera o de los mares”.

Parecía que –por fin– el Derecho Internacional era consciente de la necesidad de proteger el medio ambiente y que se iba a crear una norma imperativa que considerase al crimen ecológico internacional como delito. Incluso la propia Comisión llegó a calificarlo de “innovador y revolucionario” en un informe que redactó para la Asamblea General de las Naciones Unidas pero, finalmente, tampoco logró prosperar.

En este caso, coincidieron diversos factores: La imprecisión con la que se redactaron los conceptos de “violación grave”, “importancia esencial” o “contaminación masiva” dando lugar a numerosas dudas sobre su interpretación, alcance y contenido. Diversos autores –como Robert Rosenstock4, apasionado detractor del Art. 19, o Aurelio Pérez Giralda5– han destacado que este párrafo “presenta dos problemas graves desde el punto de vista de la técnica jurídica: para empezar, se separa de la estructura del Proyecto, que sólo trata las normas secundarias, pues ejemplifica el tipo de obligaciones sustantivas cuya violación constituye el “crimen”. Y lo que es más grave, contrario al principio de legalidad, que en Derecho Penal obliga a que se tipifiquen las conductas taxativamente: no caben los ejemplos ni la analogía”. Al fin y al cabo, ¿qué se considera “grave” o “esencial”? ¿A qué llamamos “masivo”? ¿Por qué se prohibía tan sólo la contaminación de la atmósfera y los mares y no la de la biosfera, en general?

Además de las deficiencias técnicas, la polémica en torno al Art. 19 es una buena muestra de las dificultades y críticas –tanto de los Gobiernos como de diversos autores– por las que pasaron los Relatores del proyecto, desde las primeras propuestas del cubano Francisco García Amador, a mediados de los años 50, hasta su conclusión –ya entrado el siglo XXI– con el informe de James Crawford en el que se reformuló completamente el artículo y, sin mencionar el medio ambiente, se desdibujó su contenido limitándose a señalar que “el Estado responsable del hecho internacionalmente ilícito está obligado a ponerle fin, si ese hecho continúa; a ofrecer seguridades y garantías adecuadas de no repetición, si las circunstancias lo exigen; (…) y a reparar íntegramente el perjuicio causado por el hecho internacionalmente ilícito” (Arts. 30 y 31 A/RES/56/89).

Como ha señalado la profesora Ponte Iglesias6(…) No cabe duda de que todavía persisten incógnitas y dificultades tanto en el plano normativo como institucional en torno al reconocimiento jurídico de la figura del crimen ecológico internacional” que aún tiene “una existencia incipiente y unos contornos jurídicos todavía insuficientemente perfilados”.

En estas circunstancias, careciendo de “convenciones internacionales (…) que establecen reglas expresamente reconocidas por los Estados litigantes7” si se produjera un delito medioambiental internacional, ese mismo artículo del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia establece que la controversia se someterá a: “La costumbre internacional como prueba de una práctica generalmente aceptada como derecho” –ya vimos que la responsabilidad internacional se regula fundamentalmente por el Derecho consuetudinario–; los principios generales de derecho reconocidos por las naciones civilizadas; las decisiones judiciales y las doctrinas de los publicistas de mayor competencia de las distintas naciones, como medio auxiliar para la determinación de las reglas de derecho”. Y, si las partes lo aceptan, el litigio se puede decidir basándose en el principio de la equidad.

De ahí la importancia de aquellos principios fundamentales que –en este ámbito– son una necesidad para la comunidad internacional y que se podrían concretar en los siguientes8:

  • Derecho soberano de los Estados de aprovechar sus recursos según sus propias políticas ambientales y de desarrollo;
  • Prevención y responsabilidad de velar porque las actividades realizadas dentro de su jurisdicción –o bajo su control– no causen daños al medio ambiente de otros Estados;
  • Participación: Toda persona debe tener acceso adecuado a la información que dispongan las autoridades públicas sobre el medio ambiente;
  • Responsabilidad e indemnización a las víctimas de la contaminación y de otros daños causados al medio ambiente;
  • Precaución: Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no debe utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces en función de los costos para impedir la degradación del medio ambiente;
  • Evaluación del impacto ambiental de cualquier actividad propuesta que, probablemente, haya de producir un impacto negativo considerable en el medio ambiente;

A su vez, estos principios se relacionan con otros que también deberíamos aplicar como: la buena vecindad, la cooperación internacional (según el aforismo romano “sic utere tuo ut alienum non laedas”; usa tus bienes de forma que no causes daños a los bienes ajenos), el desarrollo sostenible (“la protección del medio ambiente deberá constituir parte integrante del proceso de desarrollo y no podrá considerarse en forma aislada”) o los de cautela y “quien contamina, paga”.

En todo caso, como establece el principio 13º de la Declaración de Río: “Los Estados deberán cooperar de manera (…) más decidida en la elaboración de nuevas leyes internacionales sobre responsabilidad e indemnización por los efectos adversos de los daños ambientales causados por las actividades realizadas dentro de su jurisdicción”.

Epílogo

Aunque, en sentido estricto, esta conducta delictiva que atenta contra el medio ambiente aún no tiene la consideración de crimen ecológico internacional; al menos, se ha ido evolucionando en ciertos ámbitos locales y regionales, con el apoyo de una incipiente jurisprudencia y el trabajo de la doctrina y de numerosas organizaciones como la “Coalición por la Corte Penal Internacional” –que reúne a más de 800 ONG de todo el mundo– cuando señaló que, entre las principales deficiencias de la CPI destacaba “el hecho de que aún no haya sido tipificado el crimen de agresión y la no incorporación de situaciones graves como los crímenes ecológicos, el tráfico de estupefacientes y el tráfico de órganos humanos”.

Esta crítica vino a recoger la decepción que se sintió cuando los crímenes relacionados con el medio ambiente –previstos en los primeros borradores de la Comisión de Derecho Internacional– desaparecieron del texto definitivo.

A pesar de todo, hay que tener un moderado optimismo de cara al futuro; al fin y al cabo, no nos queda más remedio porque, como suele decirse, “La Tierra puede sobrevivir sin la presencia del hombre; sin embargo, el hombre no puede sobrevivir sin la Tierra”.

Notas

1 Dato extraído del Barómetro del CIS de marzo de 2008 (www.cis.es)

2La palabra medio ambiente no está en el Diccionario” seg&uacute