Por: Dr. Juan Carlos Benalcázar Guerrón
Asesor del Tribunal Constitucional
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E L ARTÍCULO 191 DE LA CONSTITUCIÓN de la República dispone que «El ejercicio de la potestad judicial corresponderá a los órganos de la Función Judicial. Se establecerá la unidad jurisdiccional». En la norma transcrita se encuentra plasmado un principio fundamental sobre el que se asienta la Función Judicial en el Ecuador: la jurisdicción exclusivamente la pueden ejercer los órganos propios de dicha Función, de modo que está vedado que otros órganos del poder público la ejerciten.

La norma igualmente proscribe la existencia de tribunales especiales, esto es, «[…] tribunales ad hoc, políticamente contaminados, que no sean una genuina expresión de la potestad jurisdiccional como poder independiente del Estado». La exclusividad en el ejercicio de la jurisdicción por parte de auténticos jueces independientes de las restantes funciones del Estado, se concreta en la unidad jurisdiccional, que elimina la posibilidad de que otros órganos no judiciales administren justicia.

La Disposición Transitoria Vigésimo Sexta de la Constitución de la República confirma estas ideas cuando se ordena que «Todos los magistrados y jueces que dependan de la Función Ejecutiva pasarán a la Función Judicial […] Esta disposición incluye a los jueces militares, de policía y de menores. Si otros funcionarios públicos tuvieren entre sus facultades la de administrar justicia en determinada materia, la perderán, y se la trasladará a los órganos correspondientes de la Función Judicial».

Sistema administrativo versus sistema judicialista

La Revolución Francesa, como es conocido, instauró en el derecho moderno el postulado de la división de poderes, cuya concepción impuso una tajante separación (o mejor dicho «aislamiento») entre dichos «poderes», y de lo cual se dedujo un fundamental postulado: juzgar a la Administración es lo mismo que administrar (juger l’Administration c’est encore administrer). Sin embargo, como nos dicen García de Enterría y Fernández, los principios de legalidad y libertad hicieron nacer un concepto contradictorio: el de acto arbitrario, al cual era necesario atacar en aras de dichos principios.

Surge así un sistema de resolución de conflictos entre la administración y los administrados que se caracteriza por atribuir a la administración misma el trámite y la resolución del conflicto, por medio de sus propios organismos, a los cuales se les otorga la categoría de tribunales. Es pues un famoso órgano, el Conseil d´Etat (Consejo de Estado) quien lleva a su cargo la importante tarea de la solución de conflictos en los que es parte la administración. En este modelo, denominado con propiedad como «sistema administrativo», hay que distinguir una evolución en dos momentos. El primero, de jurisdicción retenida, en el cual el Consejo de Estado actúa como órgano consultivo que analiza las reclamaciones y eleva sus recomendaciones al titular del Ejecutivo para que este dicte la resolución. En un segundo momento, de jurisdicción delegada, el Consejo de Estado resuelve directamente el conflicto, por delegación. La principal crítica al sistema ­el amable lector ya la habrá intuido- es la que versa sobre la imparcialidad, lo cual ha movido ha intentar otras técnicas, verbigracia, el sistema judicialista en el que se inscribe el Ecuador.

La alusión que se ha hecho al sistema francés o administrativo sirve para comprender el principio de unidad jurisdiccional. En el caso ecuatoriano, judicialista como dijimos, no cabe que la administración juzgue, sea a título de jurisdicción retenida o delegada, y ello es lo que se propugna con la unidad jurisdiccional.

Así, ya no cabe en nuestro ordenamiento antiguos jueces previstos en ciertas leyes, tales como los Jefes de Administración de Aguas de las Agencias del INHERI y del Consejo Consultivo de Aguas, el Inspector y Director Nacional de Pesca, el Ministro de Agricultura y Ganadería, el Director Nacional de Obras Públicas, y el Ministro de Energía y Minas, entre otros. Además, si en materia administrativa repugna al principio de unidad jurisdiccional que sea la administración la que juzgue, cabe destacar que es más grave que lo haga en materia penal, como sucedía con los funcionarios a los que el Código Tributario encargaba el juzgamiento del ilícito tributario.

Verdadero sentido y alcance del principio

Como corolario, señalamos que la unidad jurisdiccional no se opone en nada a la especialización de los jueces, y que en nada obsta a que haya jueces idóneos para una materia compleja en la que se juzga a quien tiene poder, y a quien se lo debe juzgar conforme a unas normas en la que se halla presente su particular técnica y metodología de desempeño. La correcta comprensión del principio, como bien lo dijo el Dr. Francisco Tinajero Villamar, no supone que «[…] debe haber un solo tronco jurisdiccional, del que dependan todos los órganos que ejercen la potestad pública de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado». La unidad jurisdiccional tiene su genuino sentido en lo que queda apuntado: la administración no juzga, y si en su momento se intentó interpretar en otro sentido al principio, habría que ver su resultado práctico en el sistema de protección del administrado, sobre todo, si para ello en algo aportó (¿o complicó?) la nueva configuración de los tribunales de lo contencioso administrativo y fiscal. El juicio queda en manos del amable lector.

1. Javier Pérez Royo, Curso de Derecho Constitucional, octava edición, Madrid, Marcial Pons, 2002, Pgs. 912-914.
2. Decimos en el derecho moderno, porque no es que la cultura jurídica anterior a Montesquieu no haya tenido noticia del significado de la separación de las funciones entre los diversos estamentos políticos, sino que le dio un particular significado ­nada libre, por cierto, del trasfondo ideológico de la época- que se oponía al llamado Ancien Régimen. La búsqueda de un Estado de Derecho, en el que no exista la condenada concentración del poder, fue la idea base que incorporamos de la Revolución. Cfr. Jorge Eugenio Soriano García, Los fundamentos históricos del derecho administrativo en Francia y Alemania, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1994, Pgs. 26 y ss. La lectura de esta obra resulta interesante para tener presentes aspectos ideológicos que rodearon a la Revolución, y especialmente, para desenmascarar los genuinos propósitos de ciertos adalides ­verbigracia el barón de La Bréde y de Montesquieu- que muy poco favor hacían a los ideales revolucionarios.
3. Eduardo García de Enterría y Tomás Ramón Fernández, Curso de derecho administrativo, II, tercera edición, Madrid, Civitas, 1991, Pgs. 533 y ss.
4. Cfr. Eduardo Córdova Guerrón, «Lo contencioso-administrativo», Boletín Oficial del Tribunal Fiscal Nos. 2-3, Quito, diciembre de 1962, Pg. 84.
5. La crítica apuntada, aun cuando parezca obvia, no es definitiva para descalificar al sistema francés, ni a los que en él se inspiran, como es el caso de Colombia. En efecto, se reconoce al sistema administrativo ­y al órgano en que se manifiesta- como el baluarte del desarrollo del derecho administrativo por la idoneidad y calificación de los jueces, pues, como una exquisita paradoja, la administración diseñó su propio derecho y ha llegado a aplicar el derecho que ella misma ha creado. Esa es la lección del sistema francés, que pese a la observación que se le ha hecho, no obstó la idea de garantía, y en la práctica se ha mantenido con los valiosos aportes doctrinarios que se le reconocen. Cfr. Héctor Mairal, Control judicial de la administración pública, I, Buenos Aires, Depalma, 1984, Pgs. 90 y ss.; Jesús González Pérez, Derecho procesal administrativo hispanoamericano, Bogotá, Temis, 1985, Pg. 44. Como opuesto al sistema administrativo, está el judicialista en el que se inscribe el Ecuador y al que nos referiremos a continuación. A estas dos técnicas se suma el sistema italiano o mixto, en el que se encuentran tribunales ordinarios y administrativos.
6. Francisco Tinajero Villamar, «Incidencia de las reformas constitucionales en el contencioso administrativo», Cuaderno Jurídico Reformas Constitucionales, publicación de la Fundación Hans-Seidel y de la Asociación Escuela de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, Quito, 1993, Pg.81.