Tecnologías
de la Información y Comunicación

Acotaciones
Jurídicas del ?Deep Internet?

Autor: Ricard Martínez*

Con cierta alarmante regularidad se van
publicando noticias sobre el llamado Deep o Dark internet. Se trata de un
conjunto de recursos no indexados cuya magnitud desborda el universo conocido
por los buscadores. Como todo en la vida, parece que este internet subterráneo
presenta dos caras.

La cara buena es la que lo convierte en un espacio de libertad
ajeno a los miedos que esa sociedad post-Snowden plantea a los usuarios más
comunes. La segunda, ya no tan buena, es la definición de un salvaje Oeste digital
en el que crimen parece campar a sus anchas.

Deep internet recuerda
inevitablemente una discusión que se planteó a final de los años noventa a
medida que internet se hacía «comercial» y accesible, a la vez que se extendía
imparable a razón de miles de nuevas páginas web al día. En aquel momento, en
el que el Gobierno Clinton se proponía regular el contenido obsceno y nocivo en
internet con la Ley de Decencia en las Comunicaciones de 1997, se hizo
célebre en los cenáculos jurídicos la expresión «en internet no se pueden poner puertas al campo».
Con esta afirmación se venía a constatar la imposibilidad de acotar
jurídicamente un fenómeno que desbordaba las fronteras.

Para entender bien el ambiente de esta etapa
hay que referirse a la Declaración
de independencia del ciberespacio.
Este texto, de 8 de febrero
de 1996, pone de manifiesto la tensión que sufre el mundo de internet cuando a
medida en que el medio evoluciona centra la atención de gobiernos y
legisladores. Resulta inevitable que surjan las primeras iniciativas de
regulación y control, cuando la Red deja de ser un entorno de mera comunicación
para pasar a integrar medios de comunicación más tradicionales, ser usado por
gobiernos y corporaciones, y cuando arrancan los primeros esfuerzos comerciales
y publicitarios. No resulta extraño que en un contexto ajeno a la normatividad
tradicional esto generase rechazo, y en tal sentido son extraordinariamente
gráficos algunos de los últimos párrafos de la Declaración:

«En China, Alemania, Francia, Rusia,
Singapur, Italia y los Estados Unidos estáis intentando rechazar el virus de la
libertad erigiendo puestos de guardia en las fronteras del Ciberespacio. Puede
que impidan el contagio durante un pequeño tiempo, pero no funcionarán en un
mundo que pronto será cubierto por los medios que transmiten bits.

(?)

Debemos declarar nuestros
«yo» virtuales inmunes a vuestra soberanía, aunque continuemos
consintiendo vuestro poder sobre nuestros cuerpos. Nos extenderemos a través
del planeta para que nadie pueda encarcelar nuestros pensamientos.

Crearemos una civilización de la Mente en el
Ciberespacio. Que sea más humana y hermosa que el mundo que vuestros gobiernos
han creado antes».

La idea de un internet inmune al Derecho y a
distintas formas de control estatal no podía sino ser un tanto utópica.
Ciertamente, la garantía de la libertad y de la democracia es un valor esencial
y necesario, como ha puesto de manifiesto la caza de disidentes tras las
Primaveras democráticas en el mundo árabe, o el férreo control que sobre los
opositores han establecido China o Cuba, o la teórica democracia rusa.

Sin embargo, es obvio que existen elementos
que difícilmente pueden funcionar sin una infraestructura jurídica que las soporte.
Para empezar, es obvio que la columna vertebral tecnológica que soporta la red
sería inviable sin instituciones formales como la Unión Internacional de las
Telecomunicaciones y los acuerdos entre estados para tender cables submarinos o
asignar espacios en la órbita geoestacionaria.

Por otra parte, no hay duda de que exigen la acción del Derecho,
la garantía de la neutralidad de la red, garantizar los derechos de los
consumidores en el contexto del comercio electrónico, ordenar la competencia de
modo que nos permita usar el navegador de nuestra elección, proteger a los
menores, o asegurar nuestro derecho fundamental a la protección de datos.

Internet es una invención humana y un espacio
de interacción social, que no puede ser ajeno al Derecho y que difícilmente
podrá funcionar sin una regulación entendida en sentido clásico. Cuestión
aparte será la de definir la naturaleza del regulador. Es obvio que en la regulación de Internet el
concepto de ?piensa en global, actúa en local? resulta esencial.

A la comunidad internacional les es exigible, y con urgencia, adoptar normas en
el contexto de Naciones Unidas o en aquellos ámbitos regionales o de
especialidad donde ello resulte funcional y necesario. Y a tal respecto hay dos
ámbitos donde esto es obvio.

El primero de ellos, es el de la regulación internacional de la vida
privada.
Ello viene siendo exigido por la comunidad de
autoridades de protección de datos, y por los profesionales del sector, al
menos desde la aprobación de la Declaración de Madrid
sobre Estándares Internacionales sobre Protección de Datos Personales y
Privacidad, adoptada por la 31 Conferencia Internacional de Autoridades
de Protección de Datos y Privacidad. La cuestión ha ocupado a la ONU con la
elaboración de un Informe del Alto Comisionado para los
Derechos Humanos
sobre privacidad en la era digital,
pero sigue en estado en embrionario la redacción de un más que necesario
Convenio de Naciones Unidas sobre la materia.

El segundo es obvio, atañe a la ciberdelincuencia y
debe ser abordado atendiendo a dos graves problemas. El primero de ellos se
refiere a la tipificación de las conductas delictivas. No es de recibo que uno
de los delitos más comunes, el robo de identidad, carezca de homogeneidad en un
plano internacional. Mayor problema si cabe, es el relativo a la necesidad de
agilizar las fórmulas de
cooperación policial y judicial penal.
No es siquiera
comprensible que obtener la cooperación de un juez de otro país para investigar
una red social se dilate por periodos de un año o más.

Por otro lado, el internet de las redes sociales
exige una nueva óptica desde el punto de vista del legislador. Se le exige de
un lado una cierta proactividad tanto en el plano internacional como en el
nacional. Hasta hoy nuestra aproximación ha sido reactiva, centrada en la
patología y enfocada hacía el gadget. Es muy probable que Vd. comience a oír
hablar día tras día de conceptos como big
data
, wearables
o internet of things,
y generalmente lo hará en un contexto de amarillismo en el que ciertos
campeones de la privacidad parecen regodearse.

Y este enfoque centrado en la tecnología
concreta suele rendir muy malos resultados. El enfoque del legislador debería ser holístico,
tanto desde el punto de vista de considerar todas las ramas del Derecho, como
desde el de atender a los hechos y a los principios. En este sentido no
se puede regular desde la ?teoría?. El regulador no puede centrarse en fijar
barreras a operadores desde una especie de horror tecnológico, de ludismo del
siglo XXI que implique barreras al desarrollo tecnológico. Es más. O
acelera sus tiempos o deberá rendirse a la inevitabilidad de la Ley de Moore y
sus normas entrarán en vigor para regular tecnologías obsoletas.

Precisamente por ello, la reivindicación de
los principios implica ser capaz de conocer cómo funcionan las tecnologías de
la información y las comunicaciones y cuáles deben ser los bienes y valores
jurídicos y constitucionales infranqueables que deben ser asegurados. El
Derecho debe aspirar en este contexto a la doble misión de garantizar los derechos fundamentales
y a la vez a erigirse en motor de cambio
, catalizador de la
innovación y generador de riqueza.

Pero, la revolución del Derecho de internet
va mucho más allá de la cooperación trasnacional y de un cambio de enfoque
legislativo, para proyectarse sobre todos los profesionales, sobre los juristas
en cualquiera de sus tareas. No es posible seguir con un modo de aplicación del
Derecho con una visión de túnel autorreferencial, como tantas veces ocurre en
protección de datos personales. Esto plantea el reto de una nueva generación de juristas,
capaces de desarrollar un trabajo interdisciplinario, conocedores de la
realidad de las organizaciones y abiertos a la tecnología y a la creatividad.

* Subdirector del Máster de Propiedad Intelectual y
Derecho de las Nuevas Tecnologías.


Doctor en Derecho por la Universitat de Valencia

Artículo publicado en la R. digital de
la Universidad Internacional de la Rioja