NUEVOS PARADIGMAS CONSTITUCIONALES PARA LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA

altAutor: Dra. Vanesa Aguirre Guzmán

Nueva Concepción de la Función Judicial y la Actividad Jurisdiccional

La vigente Constitución de la República, aprobada mediante referendo de 28 de septiembre de 2008 obedece en su concepción a nuevos paradigmas; en su formulación se propone un modelo de Estado con una estructura y organización distintas. Parte de ese cambio, es, desde luego, el que se impone para la Función Judicial y los principios que informan su accionar, como aquellos relacionados con la actividad jurisdiccional y desenvolvimiento de los procesos, tomándose como eje central la contitucionalización del sistema, como su accesibilidad a todas las personas.

Una referencia a esa concepción, aunque somera, es indispensable para comprender qué se espera del poder jurisdiccional, de la actuación de los jueces, así como del proceso, instrumento de solución de conflictos de relevancia jurídica o medio para la administración de justicia. Asimismo requiere para analizar cómo se han plasmado y desarrollado en el Código Orgánico de la Función Judicial, los principios y líneas directrices fijadas en la Constitución para la administración de justicia.

El paradigma central, es aquel que establece nuestra Constitución en el Art. 1 que entre otros aspectos declara: que el ?Ecuador es un Estado constitucional de derechos y de justicia?.

Estado constitucional de justicia

Es conveniente hacer un análisis por separado de lo qué es un Estado ?constitucional? y de ?justicia? para intentar aclarar el sentido del Art. 1 de la Constitución de la República.

La primera parte del enunciado (Estado ?constitucional?) determina que toda la actuación estatal, de sus órganos y poderes, debe subordinarse a la Constitución, como fuente normativa principal. A diferencia del constitucionalismo tradicional, que propició una diferencia entre normas de directa aplicación y normas con carácter programático, el neoconstitucionalismo bajo el cual se ampara esta definición, propugna que toda norma constitucional es directamente aplicable, aunque no tenga la estructura de un principio, por lo cual la distinción entre normas directamente aplicables y disposiciones que requieren de desarrollo normativo, deviene en irrelevante.

En el modelo garantista que impone la Constitución de Montecristi, el paradigma del Estado constitucional, en un primer ámbito, no es otra cosa que esta doble sujeción del derecho a la Constitución, que afecta a ambas dimensiones de todo fenómeno normativo: la vigencia y la validez, la forma y la sustancia, los signos y los significados, la legitimación formal y la legitimación sustancial o, si se requiere, la racionalidad formal y la racionalidad material en la clásica concepción weberiana.

Estado Constitucional de derechos

Detrás de la palabra ?derechos? existe una verdadera intensión, que es la necesidad de someter todo poder, sea público o privado, a los derechos de las personas.

Mientras la finalidad del Estado de derecho es sujetar el sistema jurídico a la Constitución, en el Estado de derechos se va más allá de esa sola validez, porque se busca reivindicar a los derechos como creaciones anteriores y superiores al Estado. Característica fundamental de la Constitución de 2008, en consecuencia, es la primacía de la parte dogmática sobre la orgánica, incorporándose además en aquélla los mecanismos que sean necesarios para tutelar esos derechos de la manera más eficaz.

En un Estado constitucional de derechos y de justicia, por lo tanto, no sirve de nada consagrar un amplio catálogo de derechos, si no se establecen las garantías que sean idóneas para su protección, las cuales deben ser aplicadas por jueces que, en su actuación, se sometan al paradigma ya descrito de lo justo. Otra característica precisamente del paradigma neoconstitucional, es la necesidad de ampliar el catálogo de los derechos de las personas, pero al mismo tiempo proporcionarlos dispositivos adecuados para su protección, lo que implica la obligación del Estado de suministrar todo el aparataje que servirá para dicha instrumentación.

El Estado de derechos implica además el reconocimiento de la existencia de otros sistemas de derechos, que si bien son distintos al ?oficial?, conviven con él y tienen igual validez. En este sentido, conviven con la misma jerarquía el derecho indígena, el derivado de la equidad por la aplicación de justicia de paz, el comunitario, el internacional de los derechos humanos y otros que, en conjunto con el estatal, conforman un todo donde los derechos tienen supremacía material y son la preocupación central. De este modo, junto a la administración de justicia ordinaria, coexisten otros sistemas de resolución de controversias, igual y formalmente válidos, en donde la potestad de resolver controversias en ciertos ámbitos se ha entregado a otros estamentos que no integran el poder judicial. En la anterior Constitución, al fijarse que la potestad de administrar justicia incumbía en exclusiva y solamente a los órganos jurisdiccionales, se concibió en cambio el principio desde la perspectiva de ?compatibilización? de sistemas ?distintos? con el ?oficial?.

Cambios radicales entre dos sistemas constitucionales

En el plano jurisdiccional, esa necesidad de sujetar toda actividad estatal a la Constitución, se traduce en obligaciones que suponen para los jueces un imperativo de conducta creativa, para de esta manera llegar a la justicia. Por ende, la excusa de que la normativa secundaria es insuficiente o inexistente para resolver el caso concreto no va más; el juez debe ?bajo la premisa de que la disposición constitucional puede aplicarse directamente-, encontrar una solución adaptable al caso, la cual en último caso emana de los preceptos contenidos en la Carta Fundamental. No se puede a demás llegar a un non liquet: la obligatoriedad de pronunciamiento de la administración de justicia deviene entonces como corolario.

La misma obligación constaba en la anterior Carta Política ecuatoriana de 1998, cuya última codificación fue del año 1998; la nueva Constitución del 2008, enfatiza el tema desde un ámbito garantista, en el cual es espacio de protección estatal se amplía enormemente, hacia un catálogo de derechos que está integrado, además por las previsiones contempladas en los instrumentos internacionales de derechos humanos. El cambio es radical, pues según la Constitución de la República, todos los derechos en ella previstos tienen la misma categoría, así que por una parte, además de poder invocarse y ser aplicados directamente, son plenamente justiciables, y los tribunales tienen la obligación de promover la eficacia de la disposición constitucional en cada caso que resuelvan. En el anterior sistema, aun cuando se consideraba que la norma constitucional podía ser directamente aplicable, así como debía encontrarse la interpretación que más favorezca su efectiva vigencia, la justiciabilidad no aparece, sin embargo, como un imperativo.

Para explicar esta última aseveración, resulta necesario remitirse brevemente al sistema vigente en la anterior Carta Fundamental, que en su art. 272 proclamó la supremacía de las normas constitucionales sobre las disposiciones legales contrapuestas a ellas. Las consecuencias: el reemplazo de la ley como ?fuente primigenia? por la Constitución como ?la fuente de las fuentes?; la constitucionalidad como garantía esencial de los derechos fundamentales en reemplazo de la legalidad como fuente primaria; y la obligación de todos los juzgadores de velar por la vigencia plena de la Constitución, mediante lo que se conoce como el control difuso de la constitucionalidad. El Ecuador mantuvo un sistema de control constitucional mixto, por el cual los juzgadores tenían la obligación de declarar, en el caso concreto sometido a su conocimiento, la inaplicabilidad de las normas que encontrasen contrarias a la Constitución, sin perjuicio de fallar sobre lo principal, con la obligación de remitir al Tribunal Constitucional un informe sobre el asunto para que este órgano resolviese con carácter general y obligatorio.

En el Estado de derecho, la supremacía constitucional es de carácter formal, por cuanto al ubicarse la norma fundamental en la cúspide del ordenamiento jurídico, de ella parten y encuentran su destino las demás disposiciones que lo conforman; como ley suprema, confiere validez a las demás leyes en cuanto estas se ajusten a sus preceptos, y lo mismo cabe decir de las sentencias, que constituyen las manifestación de la aplicación del derecho objetivo en el proceso.

A pesar de que la codificación constitucional de 1998 no fue sometida a aprobación popular, la supremacía constitucional quedó garantizada de manera genérica a partir del Art. 272. En el Estado de derecho la jerarquía de la Constitución como norma suprema es el resultado de la combinación de los principios de legalidad y de constitucionalidad, pues este último no es sino la extensión del de legalidad, como expresión de la sujeción de las decisiones de las autoridades públicas al ordenamiento jurídico y por ende, la proscripción de toda actuación estatal arbitraria. La ley, pues, debe ajustarse a las prescripciones constitucionales para tener valor jurídico.

Una disposición que innovó radicalmente la interpretación constitucional en el país fue la del art. 18 de la codificación de la Carta Magna de 1998, que impuso a toda autoridad pública la obligación de aplicar en forma inmediata y directa las normas constitucionales que consagren derechos fundamentales, así como el deber de interpretarlas en la forma que favorezca a su más efectiva vigencia. El precepto de trascendental importancia, fue el resultado de la primera conceptualización en el país de las normas constitucionales como preceptos mandatorios antes que meros enunciados.

Aun así, la justiciabilidad como aplicación del mandato de maximización descrito no fue consagrada expresamente en la anterior Constitución. La de Montecristi recompone el esquema, porque impone una obligación de carácter real antes que formal, lo cual implica que los jueces, a más de verificar la concordancia de la disposición a aplicar en el caso concreto, deban realizar en los casos que así exijan, en cuanto haya colisión entre derechos de igual jerarquía, esta obligación real para los jueces les acarrea otra tarea: ?la ponderación?.

Esta labor, que entraña cierta complejidad, determina que el Juez, previa una ardua labor de argumentación, está hoy en la obligación de realizar justicia, en el caso sujeto a su decisión, de encontrar colisión entre derechos con una mismo jerarquía. En el sistema anterior, fundado esencialmente en el silogismo judicial, la labor era relativamente sencilla: el juez debía subsumir los hechos (premisa menor) del caso en la hipótesis prevista por la norma legal (premisa mayor o regla jurídica), y como resultado establecía la consecuencia prevista en ella, sin tener que pasar necesariamente por la dificultad de buscar coherencia entre ese resultado y lo ?justo?. Hay que recordar además, que si bien en teoría debía verificar la concordancia material de la norma a aplicar con la Constitución, le era alternativo inaplicar la disposición, pues de todas maneras, el ejercicio del control difuso devenía en imperativo.

En efecto, los jueces deberán dirigir el proceso, ser activo, creadores, e innovadores. Pero al mismo tiempo también corren el riesgo de vulnerar los límites existentes entre justicia y administración. En el mandato de maximización y justiciabilidad de los derechos constitucionales, el rol de los jueces deviene en político, porque en sus decisiones pueden llegar a reformular las políticas públicas. Sobre todo en el caso de los derechos que requieren necesariamente de la intervención estatal (tales como salud, vivienda o educación). Pero la aspiración del Estado constitucional, es, precisamente que todo derecho pueda ser invocado y tutelado de la manera más amplia, encargando esta tarea a la función jurisdiccional.