Por: Dr. Juan Carlos Benalcázar Guerrón
Asesor del Tribunal Constitucional

E L LEGISLADOR ECUATORIANO ha regulado el silencio administrativo con un firme propósito de garantizar el derecho de petición, y en ello es explícito el artículo 28 de la Ley de Modernización del Estado. El fin loable, no obstante, debe conseguirse por un medio idóneo, y en lo que respecta a los efectos que la ley prevé para el silencio administrativo, los resultados no son del todo alentadores como se cree.

Derecho de petición

El artículo 23 numeral 15 de la Constitución de la República reconoce «El derecho a dirigir quejas y peticiones a las autoridades, pero en ningún caso en nombre del pueblo; y a recibir la atención o las respuestas pertinentes, en el plazo adecuado». Como la redacción del texto lo descubre, este derecho no se agota en la simple posibilidad de acudir a las autoridades, sino que impone a ellas el deber de pronunciarse, no sólo oportuna y expresamente, sino también de forma pertinente, y lo pertinente, en el ámbito de lo jurídico, es específicamente lo conforme a derecho. Este postulado, como es evidente, no implica que la decisión de la autoridad sea necesariamente favorable, pero le impone el deber de resolver de modo acorde con el ordenamiento jurídico. De ahí que el derecho de petición signifique la posibilidad de solicitar, reclamar, recurrir, o en suma, instar a la autoridad a un pronunciamiento de carácter jurídico; no arbitrario ni carente de fundamento, sino conforme a derecho. 1 Esto es congruente con los principios constitucionales de legalidad, juridicidad y responsabilidad a los que está sometida la autoridad en un Estado de Derecho como el que nos rige, a más de que tiene íntima relación con el derecho al debido proceso, particularmente, con la motivación.

Las reflexiones que anteceden permiten avanzar a una nueva proposición: el silencio administrativo, esto es, la abstención de pronunciamiento en que puede incurrir la Administración Pública cuando le ha sido formulada una petición o pretensión, implica la violación de un deber de acción; y como tal, una infracción a la ley. La circunstancia de que el ordenamiento jurídico haya previsto unos efectos para el silencio administrativo, no debe llevarnos a pensar que el mutismo es una alternativa a la decisión expresa, ni que se trata de un modo regular o admitido de concluir los procedimientos administrativos. Nos encontramos ante una patología, ante una situación incompatible con el derecho y con lo que constituye una recta y buena administración.

El efecto legal del silencio administrativo

En nuestro país parecería que el fenómeno del silencio administrativo se ha circunscrito a un puro problema de efecto legal. La discusión se centra entre quienes sostienen que la abstención debe calificarse de negativa, y los que propugnan y defienden el sistema imperante. Cada postura, a no dudarlo, tendrá respetables argumentos, pero cabe insistir en que el fenómeno del silencio administrativo es una patología compleja que, de estudiarse desde el único ángulo del efecto legal que debe dársele, como si en ello consistiese la mágica panacea de su solución, significaría algo similar a la pretensión de curar el cáncer con aspirinas. 2

Lo que reclama el derecho de petición es la respuesta expresa y jurídicamente pertinente. En términos de algún autor, esto es lo fisiológico, 3 mientras que el silencio administrativo es, precisamente, lo patológico, que no sólo consiste en la vulneración de un derecho fundamental como se cree, sino que también implica prescindir del procedimiento administrativo, y por tanto, » de las necesarias garantías que tanto para los ciudadanos como para el interés público tiene este cauce de participación de intereses». 4

Por otra parte, el fenómeno del silencio administrativo no puede verse desde la sola perspectiva de un sentido legal, sino también como un problema que atenta contra los principios fundamentales de la buena y recta administración, esto es, contra los postulados básicos de eficacia y la eficiencia que la deben guiar como norte natural. El tema por consiguiente, conjuga lo jurídico y lo técnico, no separados en compartimientos estancos, sino conjugados entorno a los intereses generales y el respeto a los derechos de los administrados.

El específico caso del sistema ecuatoriano

La generalización indiscriminada de los efectos estimatorios del silencio administrativo, se ha alabado como una respuesta justa ante una Administración Pública ineficiente. La amenaza de un plazo fatal y de unas consecuencias determinadas, constreñiría a la Administración Pública a que se pronuncie, a menos que quiera sufrir el efecto legal, e incluso, la pena que se impondría al funcionario negligente. Sin embargo, habría que ver hasta qué punto el puro efecto previsto por la ley es suficientemente apto para suplir a la técnica y corregir, sin más, un problema que acusa deficiencias estructurales. Verdaderamente, y como dice el viejo adagio, la realidad no se cambia por decreto ni por buenas intenciones, y es evidente que el efecto legal (o la sanción penal) no hace más eficiente a la Administración Pública, porque no tiene presente la complejidad de los asuntos públicos, ni corrige las deficiencias de los procesos la carencia de medios y recursos. Además, el efecto del silencio administrativo desdibuja la misión fundamental de la Administración Pública que es servir a los intereses generales de modo activo, práctico y con soluciones; no por suplencia legal.

Pero si de lado de la Administración Pública el efecto legal del silencio administrativo es pernicioso, del lado del administrado no supone el estricto respeto a su derecho de petición, ni la celeridad en la atención de sus problemas e intereses, como tampoco encierra suficiente seguridad. La doctrina y la jurisprudencia extranjera, con evidente acierto, postulan que no cabe que el efecto del silencio administrativo opere contra la ley, por lo cual, la petición o pretensión deben ser legítimas y posibles.

De lo contrario, el administrado no adquiere lo que solicita, porque el silencio administrativo es, a la postre, una creación de la ley y el ordenamiento no puede propugnar su propia violación. 5

Sentadas estas premisas, cabe señalar que el efecto legal estimatorio previsto para el silencio administrativo termina desdibujando el derecho de petición, pues, si este supone la posibilidad de instar a un pronunciamiento pertinente, es decir, conforme a derecho, de producirse silencio administrativo el efecto legal posibilita que se admita cualquier pretensión, por in jurídica que pueda ser.

El postulado de que no cabe silencio administrativo contra ley, refleja otra debilidad del sistema: la inseguridad. Si sólo se adquiere por efecto del silencio administrativo lo que es legítimo, el administrado debe decidir y apreciar por sí mismo, evidentemente sin concurso de la Administración Pública silente, sobre si efectivamente ha adquirido lo que solicitó, y en todo caso, determinar los límites de aquello. De lo contrario, se verá e1 sometido a las consecuencias de su desacierto.

Por otra parte, en el caso de que su petición o pretensión sea legítima, puede ser difícil su realización si se requiere el concurso de la Administración Pública, caso en el cual la solución idónea será e1 el proceso. Ante esto, cabe también denotar una nueva dificultad, pues el proceso contencioso administrativo es de carácter impugnatorio, y mal se puede impugnar algo que nos favorece. Sin embargo, de admitirse alguna figura de ejecución, el derecho de petición del administrado tropieza con las dificultades que implica el proceso, aun cuando sea lícito lo que la ley le concedió, y el derecho de petición queda nuevamente en entredicho, porque se supone que se busca un pronunciamiento de la autoridad, rápido y expedito, sin necesidad de acudir a los inconvenientes que implica recabar una sentencia que obligue a la Administración Pública a cumplir. 6

Las anteriores dificultades quisieron salvarse con una innovación traída de la legislación española, haciendo honor a la vieja tradición ecuatoriana de «inspirarse» en lo que se cree principio universal o solución mágica. Se trata de la certificación del silencio administrativo, cuya técnica ha sido discutida por la autoridad de Garrido Falla: «Desde el punto de vista práctico, el gran obstá1culo para la admisión del silencio «positivo» estaba en la inexistencia de un documento que acreditase tales efectos. Si, previa solicitud no contestada, realizo obras de ampliación de una industria y el modesto agente municipal que tiene la misión de vigilar obras ilegales me requiere para que le enseñe la licencia municipal, posiblemente no quedaría satisfecho si le enseño la copia sellada de mi petición y le invito a que compruebe el plazo transcurrido. Se limitará a tomar nota de las obras que ha visitado y a cursar la correspondiente denuncia (a lo más recogerá en el » acta» mis protestas sobre el » silencio positivo»).

Otro ejemplo más significativo: si alguien solicita de un banco un crédito para realizar unas edificaciones ¿se conformaría la entidad bancaria con la petición no contestada?»

El mismo autor, más adelante, detecta la dificultad evidente de pretender que la Administración otorgue el certificado, por lo que estamos nuevamente en una variante a un problema advertido desde siempre: si la Administración no ha querido resolver, más difícil será exigir que lo certifique, peor aun cuando del silencio puede derivarse responsabilidad. 7

La necesidad de promover la resolución expresa

Definitivamente, el derecho de petición encuentra su auténtico favor en la resolución expresa, oportuna y pertinente. La tutela jurídica del administrado exige que la Administración Pública se pronuncie sobre sus pretensiones y, por otra parte, no hay que olvidar que el derecho de petición, uno de los más democráticos por cierto, es el cimiento de las nuevas ideas de una Administración Pública concertada, participativa, y por ende, más cercana a la problemática social y humana. El silencio administrativo, por el contrario, constituye un obstáculo a este dinamismo, una negación del deber de la Administración Pública, una patología que debe urgentemente combatirse. En torno a ello, antes que centrar la discusión de soluciones en torno al efecto legal que siempre funciona a título de paliativo modesto) se debe conjugar el derecho y la técnica para procurar procedimientos y mecanismos que logren una Administración Pública eficaz y eficientemente activa. Esto es lo que reclaman, no solo el derecho de petición, sino todos los derechos de los administrados.

1. La obligación de resolver, por lo demás, no está condicionada a la calidad jurídica de lo que se pretende, ni al evento de oscuridad o falta de ley. El derecho de petición, cuya obligación correlativa es la de resolver, lo tiene aun quien no está asistido de razón, caso en el cual la autoridad deberá pronunciarse negando lo pretendido, pero siempre conforme a derecho. Por otra parte, como nos dice Juan Carlos Cassagne, «La naturaleza eminentemente práctica del derecho y su adecuación a la vida se revelan por el hecho de que » no hay controversia posible, por muy complicada e imprevista que sea, que no admita y exija una solución jurídica cierta». Ello no acontece por una suerte de megalomanía jurídica, sino fundamentalmente, y en palabras de Giorgio del Vecchio, «[…] por la necesidad práctica que cada uno siente de coordinar en cierto modo su actuación propia con la de los demás. En esto consiste esencialmente el Derecho; y un Derecho que resolviendo algunos casos de la vida, se mostrara incapaz de resolver los demás, se anularía ipso facto a sí mismo, puesto que resultaría inferior a su función, que consiste precisamente en establecer un orden entre los seres que viven juntos (hominis ad hominen proportio)» Ver, Juan Carlos Cassagne, «Los principios generales del Derecho en el Derecho Administrativo» , Buenos Aires, Editorial Abeledo-Perrot, 1988, Pg. 55-56; Giorgio del Vecchio, Los principios generales del Derecho, Barcelona, 1979, Pg. 41, citado por Juan Carlos Cassagne, Op. Cit., Pg. 56, Nt. 42.

2. Dentro de la discusión que queda anotada, vale advertir que de ninguna manera comporta solución satisfactoria la generalización indiscriminada de un determinado tipo de efecto. Extenso sería estudiar cada uno, sus ventajas y desventajas, pero es menester tener presente que el efecto positivo es por demás peligroso, por lo que en aras de la prudencia legislativa, su previsión debería ser casuista. Además, si se quiere optar por el sistema en vigor, la situación reclama una regulación profunda de muchas situaciones, especialmente, cuando la pretensión dirigida a la Administración resulta no ser conforme a derecho, caso en el cual el administrado no podría ganar nada en virtud del silencio, precisamente, por no tener amparo en el ordenamiento jurídico.
3. Nos referimos a Renato Alessi, Instituciones de Derecho Administrativo, I, traducción de la tercera edición italiana por Buenaventura Pellisé Prats, Barcelona, Editorial Bosch, 1970, Pgs. 447 y ss.
4. Ver, Vicenc Aguado i Cudola, Silencio Administrativo e Inactividad, Madrid, Marcial Pons, 2001, Pg. 54. La lectura de esta obra permite observar el problema del silencio desde perspectivas más amplias, con un planteamiento innovador en torno a las soluciones.

5. Cfr. Eduardo García de Enterría y Thomás Ramón Fernández , Curso de Derecho Administrativo, I, quinta edición, Madrid, Civitas, 1991, pgs. 168 y ss. El Estatuto del Régimen jurídico y Administrativo de la Función Ejecutiva parecería que ha recogido el criterio de que no cabe silencio administrativo contra ley. Al respecto, ver artículo 129 literal f).
6. En este punto cabe recordar que el efecto negativo que anteriormente se le daba al silencio administrativo tenía una función netamente procesal, precisamente, permitir al administrado acudir al contencioso administrativo.

7. Fernando Garrido Falla, «La obligación de resolver: actos presuntos y silencio administrativo», Revista Española de Derecho Administrativo, No. 82, abril-junio de 1994, versión en CD-ROM.