Por: Eduardo Zurita GIl
Defensoría del Pueblo

M ÁS ALLA DEL MARCO LEGAL en el que basa su funcionamiento y en el que constan los objetivos institucionales derivados de la Constitución de la República y Ley Orgánica de la Defensoría, la Dirección Nacional de Mediación de la Defensoría del Pueblo, fue creada para precisar el rol mediador del Defensor del Pueblo.
En nuestra óptica la Defensoría cumple dos funciones fundamentales: defender y mediar. Lo cual se traduce en la práctica en una doble condición, en dos momentos o situaciones distintos: cumple el papel de defensor -o intermediador- cuando protege los derechos del más débil frente al agresor, y es mediador cuando, como tercero imparcial, ayuda a las partes a que arriben a la solución de un conflicto.

El rol mediador está tan identificado con el ombudsman, que en países como Francia su denominación obedece a la institución del «Mediador Francés».
En muchos casos la capacidad del Defensor se reduce a iniciar acciones, como fórmula para resolver conflictos; la mediación, en cambio, posibilita su resolución en un marco ágil, económico, y democrático, pues el poder de arribar a un acuerdo radica en las partes.

Cultura del diálogo

Otro objetivo primordial es desarrollar y mantener la cultura del diálogo, como método de realización de la justicia e instrumento para alcanzar un apropiado clima de convivencia social.
En la asistencia de mediación en la Defensoría del Pueblo, la dinámica del procedimiento se vigoriza y genera singulares experiencias. Las resumimos en breve recuento, sin ocultar el peso ideológico y la propia cosmovisión que acompaña nuestros conceptos y acciones; más que con afán moralista, como necesidad de buscar respuestas a dificultades que obedecen a toda nueva empresa:

Avaricia, ambición y codicia devienen en corrupción e inescrupulosidad.

Desde la óptica de las relaciones de producción, se ha dividido a la sociedad en explotados y explotadores; no obstante desde un análisis causal de las conductas, bien se podría partir entre avaros, codiciosos y ambiciosos, y los demás que los toleran.

La causa más prosaica es el dinero y en última instancia el poder. A estos impulsos estimula la democracia del capital en que vivimos, que adoctrina hasta la conciencia de los más pobres. No es extraño -en la experiencia de mediación que hemos vivido- encontrar extremos resentimientos, odios y revanchas en conflictos entre marginados de la sociedad -quizá por que defienden con angustia lo poco que poseen-.

Estas actitudes hacen que, so pretexto de proteger de un nuevo vínculo a su padre viudo, sus hijos le arrebaten sus bienes; que hermanos se despojen entre sí; o que un abogado extorsione a una joven que ha perdido su brazo, víctima de un accidente, y forzándola a un acuerdo de mediación, se alce con la mitad de la indemnización. Cuantos casos infamantes vivimos casi a diario en nuestra tarea. Por más que, sin tomar partido, procuramos con enorme esfuerzo arribar a soluciones óptimas, sentimos, a veces, que la imparcialidad es casi imposible.
Si estos hechos se dan, independientemente de la posición social o económica de la gente, las altas esferas del poder político o económico, en donde la «corporación» es el dios de mayor culto, esos pecados se han tornado en virtudes capitales. La codicia, la avaricia, la falta de escrúpulos para inventar dobles moral y discurso, repletan las talegas de los jinetes de la corrupción que dirigen la sociedad.

Mientras por un lado promueven centros de mediación y pregonan la sabiduría del diálogo, por otro, cuando, a solicitud de un grupo de damnificados de una catástrofe provocada por una gran compañía, les invitamos a audiencia de mediación para encontrar un acuerdo más justo, nos envían una cortés nota excusándose, porque «los están atendiendo individualmente en las judicaturas del cantón». «La codicia no liga con la bondad; liga con el orgullo, con la astucia y la crueldad» (León Tolstoi).

Si en los sectores pobres, la ignorancia es factor de confrontación, entre los pudientes, que por lo general se precian de haber cursado los mejores centros educacionales, no existe más excusa que su obcecada ambición. «La pobreza carece de muchas cosas; la ambición, de todas» (La Bruyére).

El poderoso frente al débil

Hemos citado ejemplos de como se comportan quienes más poseen, frente a un contradictor indefenso. El ejemplo más significativo es el caso de una empresa de televisión por cable, que contrató con un usuario uno de sus productos por el cual éste abonó trescientos dólares -como aval- cuando el dólar se cotizaba en dos mil quinientos sucres. Tres años más tarde el cliente devolvió el aparato y solicitó la restitución de su garantía. La compañía le ofreció setecientos cincuenta mil sucres, cuando el dólar costaba quince mil sucres, con lo cual habría podido comprar apenas cincuenta dólares. El consumidor recurrió a la Defensoría y se convocó a mediación. Luego de una gran controversia se acordó que la empresa le proporcionaría otro servicio retrotrayendo el valor de la cuota a la época del anterior contrato, lo cual significaba que el usuario tendría derecho a dieciocho meses de servicio a cuenta de la garantía. Parecía un modelo de resolución. El abogado empresarial llevó el acta de mediación para la firma del gerente. Oh sorpresa! La devolvió sin firma porque la empresa consideraba el acuerdo un mal precedente y prefería ventilar el asunto ante un juez. El fondo revela la soberbia de no ceder un ápice de su parcela de poder. La mediación se topa constantemente con estas circunstancias. El dueño del poder (en particular un alto porcentaje de banqueros, financistas y grandes empresarios) prefiere ventilar sus conflictos litigando, pues sabe que su influencia económica o política le asegura resultados ventajosos por la vía judicial. La conducta, aparentemente inexplicable, es la de ciertos funcionarios públicos, que además de gazmoñera, patentiza la inconsciencia acerca de su función de servicio. Asumir la función pública es adquirir responsabilidades y no privilegios. Las instituciones y los servidores públicos existen para ser útiles y ayudar a los ciudadanos, no para complicarles su vida. Sin embargo, actúan como reyezuelos, prepotentes y autoritarios y como se ha deteriorado tanto la autoridad moral del mando, la venalidad es la única horma a la que se ajustan. Muchos funcionarios, por su deformación, burlan sagazmente la acción de la Defensoría. Su principal destreza es «ganar tiempo». Concurren a las audiencias, muestran aparente respeto y colaboración y cuando, transcurridos varios meses, deben satisfacer la demanda del ciudadano, se declaran incompetentes o inhábiles para arribar al arreglo necesario.

Alguien ha propuesto, para la discusión, que la mediación en los conflictos con la administración pública -por esa naturaleza pública- debería prescindir de la confidencialidad. De modo que, luego de convenir la renuncia de la confidencialidad, el mediador -dados los presupuestos de no llegar a acuerdo y demostrado el artificio del funcionario- pueda presentar informe y éste gravite en la determinación de responsabilidades. En una sociedad proclive a la confrontación y socavada por la corrupción, el rol defensor debe estar reforzado por mecanismos coercitivos más eficaces. No se puede desconocer el avance en mediación; sin embargo, en los casos en que existe gran desequilibrio de poder, el predominio del más fuerte frustra la acción mediadora y demanda una defensa firme y eficiente, y como en el espacio de la Defensoría del Pueblo, los contradictores son los ciudadanos frente a la administración, deben dictarse normas que permitan que, una vez determinada del modo más sumario, la responsabilidad del funcionario, rectifiquen o revoquen los actos administrativos y se sancione rigurosamente a su autor.