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Por: Ab. Diego Zambrano Álvarez

Es perfectamente posible concebir grupos o individuos que tengan el poder sin gobernar en el sentido oficial y visible

Arblaster Anthony, Democracia, Alianza Editorial, Madrid, 1987, pp. 25

El ideal de poder, como sentimiento humano recurrente y estable ha acompañado a la humanidad desde el génesis mismo de su existencia. Este objetivo común, diseminado entre todas las relaciones interpersonales constituye la semilla originaria de toda expresión política, la misma que a su vez, emerge como argucia apta para alcanzarlo, legitimarlo, pero sobre todo para fortalecerlo, expandirlo y mantenerlo.

Si la falacia política permite a un grupo restringido acceder a una posición social de privilegio que le permita influir directa o indirectamente en las acciones u omisiones de grupos de presión y de opresión al servicio de sus intereses, es comprensible entonces, que este sector pretenda normativizar toda conducta y monopolizar el ejercicio de la fuerza, como garantía de defensa del poder acuñado.

La legitimación de la fuerza, del ejercicio del poder y consecuentemente, de la creación de una dogmática que en apariencia defina un plan de vida social, pero que en el fondo oculte relaciones asimétricas de poder, confluye, se explica y sintetiza en “el Derecho [que] puede ser concebido como un artificio, una construcción humana de carácter histórico (no natural) que responde a variables intereses y necesidades.”. “El Poder no está pues, controlado por el Derecho –en la medida en que éste es criatura suya modificable en cualquier momento- sino, al contrario, es el Derecho quien está controlado por el Poder…”.

La argumentación precedente, para fines analíticos, puede escindirse en dos perspectivas cuyas consecuencias serán esencialmente contrarias, a saber: según el fondo la acumulación de poder, en cada vez menor cantidad de manos que intentan mantenerlo y perpetuarlo, tiene como consecuencia que grupos mayoritarios, no favorecidos, aspiren a arrebatarlo a fin cambiar su posición social. Ejemplos de ello: Gengis Kan, Alejandro Magno, (principio de expansión); en contraposición, todo proceso revolucionario (principio de alternatividad).

Según la forma, cada época política ha tenido que generar argumentos para darle a su posición de privilegio apariencia de legitimidad jurídica, dentro de un sistema político determinado a fin de crear en el pueblo la necesidad de defenderlo, aunque todos sepan de antemano, que los beneficios no serán proporcionales y que por el contrario, se tiende al sometimiento progresivo de las masas, causa misma de su rebelión.

En esta oportunidad, pretendemos identificar a los sectores dominantes, los argumentos utilizados para la defensa de intereses visibles y posibles que subsisten en todo sistema y que hasta hoy evidenciamos sus repercusiones, todo esto desde el rol que ha jugado el Derecho como instrumento de control social.

Por razones de espacio, mas no de importancia, omitiremos el análisis de civilizaciones antiguas trascendentales como la griega (a la que atribuimos la creación del sistema democrático) romana (especialmente interesante en su período republicano e imperial, en la confrontación entre patricios y plebeyos, en la construcción familiar liderada por un pater familias como forma de exclusión contra la mujer), egipcia (basada en separación de la dinastía faraónica, bajo argumentos de selección divina), etc.

El Estado Absolutista: Hegemonía Real por elección Divina

El Estado feudal se origina en la estratificación confrontacional de los sectores sociales. Por una parte, encontramos a la nobleza que acapararía el poder, por el otro, la plebe que solventaría con su trabajo, los requerimientos materiales de la sociedad en general y soportaba la función opresora del sistema.

El medio político-estratégico para llegar a ostentar la posición de privilegio se basó, en un primer momento, en la fuerza militar donde ejércitos privados (legiones) en su afán de conquista iban sometiendo a los pueblos, acumulando territorios, y por supuesto, acaparando para sí el control político.. De allí que el sistema feudal se basaría en la propiedad de la tierra. No obstante, su origen violento, usurpador y nada moral, al verse consolidado, obtendría legitimación jurídica e incluso la protección de un sistema diseñado, por el mismo grupo de opresión para el efecto.

Estos grandes reinos independientes y más o menos dispersos, reconocen que la fuerza física no podía ser un elemento que pudiese asegurar su estabilidad, porque era el resultado de un poder cuantificable y por tanto superable, además “la fuerza sola no hace Derecho, [sino] una fuerza institucionalizada llena de valores políticos que favorecen a la adhesión de las personas y que da consistencia y espiritualidad a sus consecuencias normativas…” faltaría entonces, un elemento de cohesión social. Se necesitaba pues, de una fuerza moral omnipotente, que obligue a los vencidos a sucumbir ante este juego de los vencedores.

Ante esta realidad, la religión irrumpe en el escenario político, como institución, representaba una voluntad suprema y divina que profundizaría en los temores más sensibles de la persona: la muerte y el mal que se sintetizan con la idea del infierno como tormento supratemporal potestativo de un dios castigador (antiguo testamento) que, dicho sea de paso, no difería mucho del dios del Islam, provisto de un poder incuantificable, ilimitable y por tanto, irresistible. “El dios justiciero del Islam alentaba a veces a levantarse en armas en defensa de la justicia. (…) el dios de amor de los cristianos [nuevo testamento], por su parte, se sentía más cómodo con la doctrina de amar al enemigo y ofrecer la otra mejilla.” Esta doctrina de resignación ante el status quo aparecería una vez que la Iglesia alcanzare la posición de privilegio.

La fuerza militar y la coacción moral basada en la enseñanza bíblica confluyen, se centralizan y cohesionan en la persona del rey. La paz social quedaba asegurada por el miedo, las armas se concentraban en un solo ejército oficial y la voluntad de la clase dominante era traducida a lenguaje normativo en forma de edicto real. “Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo, no hubieran podido hacer observar por mucho tiempo sus constituciones, si hubieran estado desarmados…”.

La única fuente del derecho era dios y sólo el rey su único intérprete verdadero, así la voluntad divina sería lo que el rey decía que era e imponerla, su verdadera misión sobre la tierra (ordalías, inquisición, etc.).

La defensa de la nobleza quedaba a cargo del ejército y del rey, la del rey, garantizada por el clero (monopolio de la religión como instrumento de fuerza) que a su vez, era dueño de la tierra que constituía la base misma de toda riqueza. Las grandes fortunas sólo podían ser repartidas entre la nobleza, cuyos miembros llegarían a ser parte del Vaticano (Los Borgias), proporcionaban ejércitos que aseguraban la estabilidad del sector religioso, político y económico (templarios, cruzados).

La dinastía quedaría resguardada por la sucesión nobiliaria y el hermetismo de la procedencia familiar. De ahí que, la diferencia entre derecho, moral y religión resultaba tenue, casi imperceptible. Como resultado, el predominio de la concepción ius naturalista del derecho y la casi total identificación entre el derecho civil y el derecho canónico, sobre todo, en asuntos filiales y matrimoniales.

En conclusión, la nobleza y el clero acuñaban en su favor todo poder, toda riqueza y todo control social con imposiciones tanto de hecho como de derecho.

El Estado Liberal: Hegemonía Burguesa por elección Popular

El surgimiento de una nueva clase social, con creciente posición en la esfera económica, producto de la actividad comercial, trasladaría el poder desde la nobleza hacia un sector desconocido y hasta menospreciado por ella. Desde la presente perspectiva analítica, el poder es único pero repartible, al igual que todos sus instrumentos y componentes. Así, el traslado del poder económico hacia un sector, sin derechos de procedencia para acceder a la nobleza y/o al clero, hace que dos sectores, con fuerzas similares, confronten y estalle un conflicto entre quienes se niegan a abandonar la posición de privilegio y aquellos que ambicionan poseerla. En suma, el Estado moderno, al igual que el monárquico, tendría un origen violento y nacerá con gobiernos de facto.

Consumada la revolución, la clase burguesa alcanza la posición de privilegio y se legitimaría, en principio, con el desprestigio del sistema despótico anterior y de lo fantasioso de sus argumentos. Así, el remedio contra el absolutismo sería la división de poderes (Montesquieu), el remedio contra la elección divina del gobernante, la libertad del pueblo para escoger a sus representantes ante la Asamblea Nacional (1789-1791) sin necesidad de renunciar a su soberanía, la misma que antes radicaba en la corona y luego sería trasladada al pueblo (teoría contractualista de Locke y Rousseau). Este modelo encontraría traducción normativa en la ley, como máxima “expresión de la voluntad soberana” (Art. 1 Código Civil) y filosóficamente sustentada por la teoría de la ilustración.

El poder ejercido mediante mecanismos de democracia representativa estaba legitimado de iure, aparentemente limitado y definitivamente protegido por la ley. De allí que el principio básico del derecho público, sea el de legalidad, en virtud del cual, “Las instituciones del Estado y los funcionarios públicos no podrán ejercer otras atribuciones que las consignadas en la Constitución y la ley…”. (CP. Art. 119). (El énfasis es mío).

El ejercicio del poder político quedaría reservado para quienes ostentasen el estatus de ciudadanía lo cual, reduciría tal posibilidad, en favor de un ínfimo sector poblacional, es decir, el ejercicio de la ciudadanía no constituiría un derecho como tal, sino un verdadero privilegio elitista, centralizado y focalizado en la clase burguesa. Con ello, se aseguraba jurídicamente (coercitivamente) la exclusividad en la repartición de poder. El principio de reserva de ley. Así, la construcción de la norma quedaría sujeta a la arbitrariedad de las mayorías legislativas, que no corresponden necesariamente a las mayorías sociales cuya participación sería nula y/o intrascendente, todo esto, bajo un manto eufemístico de democracia indirecta.

Si sólo la burguesía podía presentar candidaturas, para el ejercicio de funciones políticas y si la ley controlaba a todo el poder público, es claro que el legislador era quien gobernaba, juzgaba y controlaba todo cuanto le llegare a interesar y este cumpliría una función intermediaria entre la burguesía y el poder.

La separación de poderes llega a ser también una entelequia del liberalismo ortodoxo puesto que, si bien el poder ejecutivo, legislativo y judicial quedaban nominalmente separados e independizados entre sí, el primero, no podía hacer nada más que aquello que la ley indicase, y el tercero, aplicarla de manera silogística donde ésta, al ser la premisa mayor, condicionaba la conclusión o sentencia. La inobservancia de esta prescripción, por parte del juez, sería criminalizada (prevaricato). En cuanto al ejecutivo, su desacato podía acarrearle pena de destitución, en virtud de la sustanciación de un juicio político, que por obvias razones, sólo podía ser iniciado, impulsado y resuelto por la función legislativa. Así, quien emitía la ley se aseguraba el control social por completo y la posibilidad de chantajear a los demás funcionarios.

La omnipresencia del legislador se consolidaría con los principios de generalidad (para todos) y abstracción (sin límite de tiempo) de la ley, en franca oposición con las normas jurídicas medievales que por su alcance particular permitían que todo lo demás, quede sujeto a la costumbre; por el contrario, en el sistema liberal decimonónico, lo general sería la ley y la costumbre lo excepcional y sólo operativa en cuanto fuere reconocida por aquella (Art. 2 Código Civil). Así, se pretendió crear una sociedad a imagen y semejanza de la ley, contradictoria con la organización natural alcanzada por el derecho consuetudinario.

La esfera de lo privado, como es de imaginar, recibiría un tratamiento muy distinto. La norma otorgaba libertad de acción al individuo en todo cuanto no se encontrase expresamente prohibido por la ley (autonomía de la voluntad). Si recordamos que la clase dominante había obtenido el poder económico, fruto de sus relaciones comerciales, sería natural que desregularice dicho ámbito, puesto que su posición monopólica le aseguraba la concentración de riqueza ilimitada, sistemática y equivalentemente contraria con la situación del proletariado que ante tal situación, quedaría sometida a su servicio (igualdad y libertad contractual).

La libertad económica capitalista, basada en la no intervención del Estado, bajo la fórmula de Adam Smith (dejar hacer, dejar pasar) y la restricción de la esfera política analizada, con excepción del legislador, posesiona firmemente a este sector poblacional que de esta forma, concentraría todo poder bajo la fórmula: libertad, igualdad y fraternidad. Quedaría pues, sellada la dictadura burguesa, legitimada por la ley, como voluntad soberana del pueblo, cual carta abierta y sin beneficio de inventario para los “genuinos” representantes del pueblo. En Ecuador el liberalismo ha sido tal, mientras los beneficios económicos sonrían a las clases dominantes, no obstante ante las crisis bancarias de los años noventas o recesiones industriales, el estado ha abandonado su doctrina liberal para adoptar una postura paternalista que desaparece cuando los grupos de opresión alcanzan estabilidad e incluso prosperidad y sin que exista un medio eficaz para recuperar tales fondos.

El temor popular que mantiene al sistema en vigencia será el absolutismo despótico y satanizado precedente, la paz social quedaría asegurada en cuanto el Estado concentraba toda coacción en la fuerza pública que es “obediente y no deliberante” (Art. 185 CP). “El Presidente de la República será su máxima autoridad” (Art. 184 CP), pero sus facultades quedaban reducidas por la ley, por tanto, por la voluntad legislativa. Se le impondría además, la manera de administrar la res pública. En cuanto los reglamentos, sólo podían ampliar el contenido de la ley.

Los derechos más representativos serían: la propiedad extensamente regulado (Código Civil) y con un respaldo judicial amplísimo; y la seguridad de la persona (Delitos contra las personas) que habría alcanzado riqueza (Delitos contra la propiedad), tan arraigada en este sistema que incluso se tolera, hasta hoy, dar muerte en su defensa (legítima defensa de la propiedad).

La única fuente importante de derecho sería la ley y a su intérprete (juez) le quedaba prohibido, en derecho penal, darle un significado extenso o análogo, todo esto “suponía la reducción del derecho a la ley y la exclusión, o por lo menos la sumisión a la norma legislativa, de todas las demás fuentes del derecho”. La misión del juez era alcanzar el espíritu de ella, es decir, la voluntad del legislador, el método de interpretación por excelencia sería el exegético que no permite más que la mera subsunción. En conclusión: “la arbitrariedad del monarca fue reemplazada por la arbitrariedad de una Asamblea y dentro de esa por la de quienes hubiesen constituido la mayoría política.”.

La dinastía quedaba asegurada por la sucesión por causa de muerte (libro tercero del Código Civil) y la no intromisión del Estado, en la esfera de lo privado, en la propia libertad del individuo, derecho central del cual, el propio sistema adoptaría su nombre. Se impondría entonces, la concepción ius positivista que en su afán de regularlo todo (seguridad jurídica) fue produciendo antinomias que sólo lograron debilitar esta función reguladora del derecho. La oscuridad y ambigüedad de la ley y la existencia de diversos métodos de interpretación, marcaron distintos caminos para llegar a resultados también desiguales, al no existir jerarquía entre ellos, el juez tiene la posibilidad discrecional de escoger el camino y por tanto, el arribo al que le conducirá su motivación. Por otra parte, el Ejecutivo abusaría de su potestad reglamentaria, que no sólo consistiría ahora en ampliar el contenido de la ley, sino en regular, casi a su antojo cualquier materia. Con esto se producirían fraudes frecuentes al legislador y consecuentemente, un caos normativo que pondría al sistema en terapia intensiva.

El exceso de libertad y el debilitamiento consecuente del Estado en la esfera de lo privado, la polarización social producida en sentido político, la crisis económica de los años treintas y el caos normativo citado, hace que surjan los estados restauradores (nacionalsocialismo, fascismo, etc.) que invertirían el proceso desconcentrador del poder, con lo cual, la persona volvería a ser súbdita del Estado (volvía a ser medio para él y no el fin de su existencia, según la terminología kantiana).

El Derecho volvería a ser un instrumento ejecutor de los intereses de las élites y conservador del poder político en pocas manos. En conclusión, la burguesía acuñaría en su favor todo poder, toda riqueza y todo control social con imposiciones tanto de hecho como de derecho.

El Estado Social: Hegemonía Caudillista por arrogación sectorial

El estado social tampoco es ajeno a las argucias que desde la teoría pretende combatir. El elemento confrontacional tendrá sustento en las grandes fortunas amasadas por pocos, producto del libertinaje económico y social permitido y deseado por el modelo anterior, lo cual invita a una transformación social no violenta, en cuanto fuere posible. El discurso populista, basado ya no en la libertad sino en la igualdad, desprestigiaría a la anterior fuerza de opresión y posibilitaría a sectores nuevos, quizá desconocidos, la oportunidad de asaltar el poder por medios democráticos.

Lo antedicho, hace que los movimientos sociales adquieran poder en las tarimas, no será ya la voluntad divina, ni el poder económico del que aparentan carecer, será la victimización del pueblo y la arrogación de una representación popular de imposible comprobación objetiva pero convincente. El caudillo tiene que emerger o aparentar provenir del grupo de presión que no posee los medios económicos para acceder al poder y que debe irrumpir ya no con la fuerza, sino con la persuasión (otro instrumento de poder, quizá el más efectivo) que basada en mentiras esperanzadoras que dentro del contexto político latinoamericano adopta el nombre de populismo. El paradigma electoral sería entonces, el cambio, la estrategia y la manera de golpear al sistema desde adentro.

La dogmática jurídica del sistema contemporáneo descansa en la teoría filosófica de los derechos humanos y en la universalización y transversalidad de los mismos. Estas prerrogativas humanas innatas, inherentes y anteriores a todo estado pretenden globalizar la defensa de la dignidad de la persona, lo cual obtiene una recepción cultural favorable porque más que una construcción jurídica es una variable normativa con gran connotación de emotividad, que impulsa a la persona a la lucha de clases. La legitimación jurídico-política de esta concepción ideológica encuentra consagración constitucional, que desplaza a la ley como fuente superior del Derecho. Su debilidad, sustentarse en una idea etérea que aún no ha alcanzado conceptualización definitiva (la dignidad) pero en la que todo argumento adquiere fuerza, centraliza toda actividad normativa, con lo que pretende encausar la maraña jurídica desbordada por el sistema anterior.

Los mínimos básicos de subsistencia humana serán el antídoto en contra de la rebelión, la legitimación del poder y consecuentemente la defensa de un nuevo status quo. La máxima fuente liberal sería sustituida por una jerárquicamente superior (Constitución), que al no poder ser reemplazada o peor aún derogada con la misma facilidad que la ley debe ser protegida por su intérprete a fin de evitar que con el pasar del tiempo envejezca y pierda connotación social.

Así se pretende colocar al tribunal constitucional por sobre el legislador y hacer de éste un mero desarrollador de dichos principios superiores; así la constitución dirá lo que la corte constitucional dice que es su voluntad. Como la conformación de dicho tribunal emana del poder político, muy difícilmente se podrá alcanzar una “sociedad democrática bien ordenada, de justicia como imparcialidad, [que] pueda establecer y conservar una unidad y la estabilidad dado el razonable pluralismo característico de esta sociedad”, así los derechos humanos pasan a ser la argucia del poder político, que defendido por su corte constitucional, polariza nuevamente el poder en pocas manos.

El desprestigio de los derechos potestativos se basa en el resurgimiento de los derechos de justicia, propagados por las naciones socialistas que sufrieron un gran revés histórico con los resultados de la guerra fría pero también su rápida desvalorización con la barbarie de sus gobiernos dictatoriales (Stalin). Sin embargo, la teoría progresista intenta conjugar ambas perspectivas argumentando que solo en situaciones de igualdad de oportunidades, se pueda alcanzar una libertad sustancial que permita la construcción de un plan de vida tanto individual como colectivo, argumento que comparto por completo.

No obstante, nuestras sociedades mantienen intactos sus índices de extrema pobreza y condiciones de vida infrahumanas lo cual nos incita a pensar que mientras las relaciones de poder sigan concentradas en ciertos grupos o potencias, por más elocuentes que sean nuestras declaraciones de derechos y construcciones académicas, jamás lograremos un avance sustancial, en términos de equilibrio y justicia social a escala intercontinental.

Los Derechos Humanos: Hegemonía de la humanidad por intromisión cultural

Comparto la posición de aquellos autores que encuentran en los derechos humanos la respuesta al límite del poder de los estados. Este contrapoder (DDHH) como todos los demás, único y repartible, requiere de condiciones adecuadas para construirse a sí mismo como motor verdadero de una repartición de los beneficios sociales, en términos de equidad, lo cual debe ser un imperativo categórico para la comunidad internacional, aún prisionera por intereses coloniales.

Si cada persona, grupo o colectividad es poseedora efectiva de un poder de decisión y de los medios básicos para exigirlo con carácter (erga omnes), parece alcanzable un verdadero equilibrio social y la hermandad entre los pueblos. La igualdad ante la ley de la tradición liberal, tiene que ser sustituida por la igualdad en derechos (droits) para ello, es condición necesaria la desconcentración del poder y la verdadera independencia de la jurisdicción constitucional, sólo al servicio de los derechos esenciales de la persona, con amplio control internacional.

Si estos elementos que conforman el poder son utilizados ya no como argucias sino como instrumento de consensos en el que todos participemos como interlocutores válidos en busca de intereses comunes, será posible una persuasión honesta y legitimación política, vertiente misma del respaldo popular y motivación para la construcción de un plan de vida heterónomo pero compatible y respetuoso de todas las cosmovisiones sectoriales. “El argumento de consenso conduce a un complemento necesario del argumento de autonomía. Este complemento consiste en la introducción de la imparcialidad y con ello de la igualdad.”. Si la igualdad de oportunidades se traduce en debates ideológicos, donde el único instrumento de poder sean las propuestas mayormente sustentables; sin discriminación de las menos ejecutables, podremos llegar a un verdadero pacto social, duradero basado en un origen, ya no violento sino racional, ya no discriminatorio sino integracional, como elemento y causa de cohesión social, basado en la armonía. Sólo así el divorcio entre la libertad y la igualdad terminaría.

En suma, el derecho como instrumento de poder debe ser puesto al alcance de todos y todas, la independencia de los operadores jurídicos debe estar garantizada por una “legitimación del poder político desde abajo; [que] es también una metáfora de la democracia sustancial” producto de la confianza que la independencia de la corte constitucional debe irradiar. Así y sólo así, el poder político estará al servicio de la población y respaldado por ella, con esto, la razón jurídica descansará en unos derechos fundamentales, que deben ser respetados, protegidos y promovidos, según la feliz fórmula de Dworkin, en serio.

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Sanchís Luis Prieto, Apuntes de Teoría del Derecho, Trotta, segunda edición, Madrid, 2007, pp. 28.

Nieto García Alejandro, Crítica de la Razón Jurídica, Editorial Trotta, Madrid, 2007, pp. 49.

Todo proceso revolucionario, desde la concepción marxista, constituye la consecuencia violenta y desbordada del separatismo social que confronta a quien ostenta el poder, sin intención de compartirlo, frente a quien no encuentra posibilidades razonables de acceder a él. Ejemplo de ello, la revolución cubana (poder basado en la ideología política), la revolución mexicana (poder basado en la propiedad de la tierra) revolución francesa y bolchevique (poder basado en la repartición de la riqueza), el nacionalsocialismo (poder basado en la superioridad racial) entre otros tantos.

Cuando me refiero a época política no lo hago en sentido cronológico sino a los procesos que ha vivido el mundo occidental con mayor o menor retraso en el tiempo.

Ver: José Ortega y Gasset, La Rebelión de las Masas, Editorial Andrés Bello, segunda edición, 1996, Santiago de Chile.

Ver, la República de Plantón, que plantea los principios que serían desarrollados y complementados especialmente por Aristóteles en su “Política”.

El argumento de la selección divina, sobre la distribución del poder será uno de los ejes centrales del sistema monárquico y del ius naturalismo de corte voluntarista, vigente durante toda la Edad Media.

Hasta nuestros días el control político adquirido por las armas, incluso por grupos beligerantes tiene un reconocimiento especial en el Derecho Internacional Humanitario: “Un conflicto no internacional para ser tal debe reunir las siguientes características: … (2) Los alzados en armas deben estar bajo la dirección de un mando responsable; (3) Estos últimos deben ejercer control sobre una parte del territorio del país…”.