Por: Dr. Juan Carlos Pérez Vaquero

Editor de la revista española Quadernos de Criminología

En el 630 a.C., tanto la situación económica de los campesinos atenienses como el descontento de parte de la aristocracia contra los privilegios de la nobleza crearon una situación tan insostenible que el pueblo exigió a sus gobernantes medidas drásticas que acabaran con las injusticias y la inseguridad. Para remediarlo, se nombró arconte a Dracón y se le pidió que redactase un nuevo código de normas que se hizo famoso por la severidad de sus leyes; de forma que, hoy en día, aún se dice que una norma es draconiana cuando resulta especialmente dura.

En la Atenas del periodo arcaico –siglo y medio antes del clasicismo– cualquier ciudadano sin deformaciones físicas podía formar parte del Arcontazgo si superaba el control del tribunal que se reunía junto a la acrópolis (Areópago) y respondía a sus preguntas sobre el origen de sus ancestros o el cumplimiento de sus obligaciones pecuniarias y militares. Con el visto bueno del Alto Tribunal, el candidato recibía el poder (la “arjé”) y juraba el cargo para un mandato que, durante el tiempo que existió esta institución –del siglo VIII a.C hasta el III d.C.– pasó de ser un único arconte, similar a un monarca (hereditario y perpetuo) a ser nueve (el arconte epónimo, que daba el nombre al año y se aproximaba al Presidente de una República; el basileo, de carácter religioso; el polemarca, militar; y otros seis magistrados con funciones legislativas), todos ellos elegidos primero durante un periodo de 10 años y, finalmente, cada año y por sorteo. Transcurrido su mandato, debían rendir cuentas de su gestión ante el Consejo de Ciudadanos (Bouleuterion) y tenían derecho a formar parte del Areópago que los eligió.

Dracón fue el primer legislador de Grecia que puso por escrito lo que hasta entonces sólo eran meras costumbres y tradiciones orales, estableció tribunales para impartir justicia y prohibió las desproporcionadas venganzas que caracterizaron aquella época. Sus normas debieron ser tan rigurosas con los castigos y penas –acuñar moneda falsa, por ejemplo, se castigaba con la pena de muerte– que se decía que las había escrito con sangre.

A pesar de esta severidad, gran parte de su normativa fue asumida por otro arconte, Solón –que reformó el cargo haciendo que el Arcontazgo compartiera sus funciones legislativas con el Bouleuterion– cuando empezó a progresar el espíritu democrático con las llamadas “Constituciones” tanto la del propio Solón como, posteriormente, ocurriría con las de Clístenes y el gran Pericles aprobadas en los siglos Vi y V a.C. para regular la participación de los atenienses en la vida pública y rechazar el poder arbitrario.

Estas normas –que se grabaron en rodillos de madera giratorios para que todos los atenienses pudieran leerlas en la Acrópolis, como luego harían los romanos en el Foro con las “XII Tablas”– fueron un gran paso adelante en su tiempo pero no debemos olvidar que la palabra Constitución hay que entenderla en un sentido muy “generoso” del término pues, al fin y al cabo, esa misma sociedad no dejaba que las mujeres salieran solas a la calle, de noche, sin un hombre que las acompañara o viajar con más de tres vestidos; ni a los extranjeros –cualquier persona que no fuese de Atenas recibía el despectivo nombre de “meteco”– se les permitía ser propietarios de una casa o asistir a los debates del Bouleuterion con los ciudadanos, otro supuesto castigado con la pena máxima.

Solón –595 a.C.– basó toda su legislación en la solidaridad de los ciudadanos; de forma que cualquiera que fuese testigo de una agresión estaba obligado a dar parte a los tribunales; además, eliminó la esclavitud por deudas y organizó al pueblo en cuatro grupos sociales –en función de sus riquezas– equiparando a la antigua aristocracia con la emergente clase de los ricos comerciantes y estableciendo sus derechos y obligaciones de acuerdo con su estatus social. A pesar de todo, el descontento social siguió en aumento y el arconte acabó abandonando su cargo para viajar por Oriente Próximo.

Durante el tiempo que permaneció lejos de Atenas, los ciudadanos se organizaron en tres grandes partidos: gentes de la costa (burguesía dedicada al comercio), de la llanura (los “bien nacidos”, o eupátridas, miembros de la aristocracia) y los de la montaña (campesinos y obreros). El líder de estos últimos, Pisístrato –pariente lejano de Solón y un hábil político, con mucho carisma– supo convencer a los atenienses de que lo que él quería era lo que ellos deseaban y acabó convirtiendo su cargo de arconte de la República en el de tirano. A pesar de todo, aunque fue derrocado en dos ocasiones por los partidos “llanero” y “costero”, supo granjearse de nuevo el aprecio del pueblo y regresó al poder por tercera vez en el 546 a.C.; entonces, apenas cambió la legislación de Solón, aceptó el gobierno de los arcontes que designaba el Aerópago, embelleció la acrópolis, introdujo reformas en el sistema agrario y creó nuevos astilleros que acabaron convirtiendo a Atenas –hasta ese momento, una pobre ciudad de la que se decía que sólo tenía bueno el aire– en la capital de todos los griegos.

A partir de Cimón –aproximadamente, en el año 460 a.C.– los arcontes empezaron a ser elegidos por sorteo pero la institución ya no volvió a recobrar su antiguo esplendor; desde aquel momento, el título pasó a ser utilizado por los administradores de la iglesia griega, el jefe del Sanedrín judío e incluso, por una secta de herejes: los arcónticos.